Carrie
Título: Carrie Año: 2013. Duración: 100 min. País: Estados Unidos Género: Terror, Drama, Sobrenatural, Adolescencia, Remake Dirección: Kimberly Peirce Guión: Roberto Aguirre-Sacasa, Lawrence D. Cohen (Novela: Stephen King) Música: Marco Beltrami Fotografía: Steve Yedlin Reparto: Chloë Grace Moretz, Julianne Moore, Gabriella Wilde, Portia Doubleday, Judy Greer, Alex Rusell, Zoë Belkin, Ansel Elgort, Samantha Weinstein
A veces, las comparaciones son inevitables, y en casos como este en el
que la película en cuestión se postula más como remake que como nueva
adaptación del debut novelístico de Stephen King, se antojan hasta necesarias y
útiles.
Cuando Brian De Palma realizó Carrie
en 1976, el denominado New Hollywood había alcanzado ya su cenit. El panorama industrial y artístico de aquellos días propició
una necesaria renovación, tanto en las anquilosadas formas de cierto clasicismo
de consumo que no supo reinventarse, como en las tramas y en los perfiles protagónicos,
desfasados y no coincidentes con el nuevo público y sus anhelos. La política de los autores proveniente del modernismo europeo caló fuertemente en los jóvenes
realizadores norteamericanos de finales de los sesenta y principios de los
setenta, pero también en los nuevos productores que crearon estudios para, colaborando con las grandes y
desorientadas Majors, dar pábulo y libertad a esta nueva forma de
enfrentarse a la cinematografía. Carrie de 1976 es una obra de director, formalmente puro De Palma.
Cuando Kimberly Peirce realiza Carrie
en 2013 lo hace en un panorama industrial y artístico completamente diferente,
lo que no quiere decir que de él no pueda salir una obra interesante o magnífica
(como de hecho surgen cada año), sino que, en su caso, participa y crea una
obra modelo de un contexto industrial en el que la política del autor ha
fracasado y casi todas las pequeñas productoras independientes han sido
compradas por las grandes Majors, a
su vez absorbidas por diversos conglomerados multinacionales para no ser más
que empresas que deben generar productos sin riesgo y con alta expectativa de
rentabilidad que garantice su venta, dentro de un entramado económico mucho más
grande. De ahí la proliferación ascendente (con varios aciertos que sí han supuesto
una enriquecedora reinvención), de desalmados remakes, reboots, precuelas, secuelas
y crossovers.
Carrie de 2013 parece más la
obra de un consorcio empresarial de nuevo dispuesto a vender algo conocido y que
luzca bien sin articular personalidad estilística alguna, que de su propia directora.
Como en su primer largometraje Boys
Don´t Cry (1999), la protagonista es una joven que oculta algo y que quiere
ser aceptada. Ahí acaban las coincidencias o connotaciones con el resto de su
obra que más deben basarse en la casualidad que en un interés profundo y personal
de Peirce hacia estas temáticas, pues no analiza ni trasciende la problemática básica
de esta adolescente con poderes telequinéticos maltratada por sus compañeras de
clase y por su madre fanática religiosa, más allá (y con bastante menos gracia), de como lo hacía la cinta de 1976.
Para empezar, narrativamente es prácticamente igual que la original,
lo que muy probablemente se deba a que el libreto haya sido coescrito por Lawrence
D. Cohen, guionista de aquella primera adaptación, quizá aburrido por un
material demasiado manoseado por él mismo (fue además el responsable de una
versión musical para Broadway de escaso éxito). Ningún cambio de perspectiva o
planteamiento a la hora de abordar de nuevo la historia o las secuencias que la
componen, de hecho, salvo el acierto de introducir el ciber-acoso y el prescindible prólogo del nacimiento de Carrie, todo discurre de forma idéntica a
su homóloga, hasta el punto de repetir la escena de los chavales comprando los
trajes y vestidos para el baile de graduación, sin el tono gamberro con el que
De Palma potenciaba la mixtura estilística y justificaba de paso la propia
escena. Igual pero anodinamente inofensiva, la película parece modulada por una
templanza que neutraliza su tono dejando una ligera impresión de aburrimiento, de
ya visto y de experiencia inane. Peirce transcribe el guión a imágenes de
manera literal, con desinterés y sin grandes aportaciones. El envoltorio que
utiliza pretende ser sobrio pero resulta convencional y lamido, prefabricado y funcional (tanto como su puesta en escena), aunque,
fotográficamente, la elección cromática del suave tono rosa (que evoca la
feminidad), esté justificada. Los personajes son los mismos y hacen lo mismo y
en el mismo orden pero aquí, los roles femeninos poseen una sexualidad más
explicitada. Hay que mencionar el notable cambio de sustrato interpretativo en
la madre de Carrie, donde Julianne Moore, también muy sobria y neutra, sustituye
el fanatismo desbocado, teatral y siniestramente divertido de Piper Laurie, así
como la extraña torpeza de Chloë Grace Moretz como la protagonista,
sobreactuada y llena de tics y expresiones faciales algo ridículas, muy lejos
de la fragilidad y el terror que Sissy Spacek era capaz de convocar en rostro y
cuerpo.
El clímax es un buen ejemplo de todo lo que supone esta Carrie (2013). Peirce se enfrenta a la
revisión de un momento icónico del cine de los setenta, a la vez cumbre de la
propia película, con la misma escasez de ideas y propuestas innovadoras. Reproduce
los acontecimientos pero lo que en De Palma era dilatación y suspense,
recreación en la sádica enemiga de Carrie y en su mano sujetando la cuerda
atada al inestable cubo lleno de sangre, aquí se reduce a la repetición (tres
veces), de la caída del cubo, como si por acumulación pudiera suplir la fatal
falta de estilo que acompaña todo el metraje, cumpliendo la máxima industrial
de nuestros días en la que todo tiene que ser igual pero más. Como mayor es la
posterior venganza de Carrie, más grande, más cruel, más espectacular pero sin
especial interés en su ejecución cinematográfica. Ahí, Peirce sí que dilata la
narración pero no como ejercicio de expansión del tempo sino como satisfacción
mainstream que otorga un largo duelo final.
Lejos queda la exuberancia manierista de De Palma, sus pantallas
partidas y sus juegos de cámara y color, lejos queda la partitura de Donaggio, que
a veces recordaba las punzadas de cuerda del Bernard Hermann más hitchcockiano
y otras tenía la bella solemnidad de una pieza religiosa (Beltrami, compositor
de la actual, crea un banda sonora sin mucho sabor).
Así, Kimberly Peirce ofrece un producto final prototípico del estado
industrial Hollywoodiense: repetición de una fórmula, nostalgia como motor del
espectador concretada en guiños (la película termina hasta con el mismo plano con
el que finalizaba la original), bonito
acabado visual, espectacularidad digital, sobredimensión de los momentos clave,
reinvención mínima y mediocridad estilística. La directora ha hecho gala en el
pasado de cierto talento, por eso es más triste comprobar esa sumisión a lo empresarial,
esa falta de ganas, esa capitulación artística en favor de la impersonalidad, de la inercia y de
la reiteración hasta dejar los conceptos originales huecos.
Miquel Zafra
Miquel, es una gran, gran crítica, pero que quizá tiene el problema de ser, a su vez, demasiado GRANDE y poco sintética. La introducción sobre el Nuevo Hollywood y el presente es tan precisa que casi da vértigo y tu posterior argumentación me parece clara, irreprochable y fundamentada en un gran conocimiento de causa. Creo, no obstante, que en futuros textos tienes que intentar esforzarte por seguir analizando las películas tan en profundidad pero d manera más sintética.
ResponderEliminarun abrazo,
Jordi Costa