12 años de esclavitud
Título original: 12 Years a Slave Año: 2013 Nacionalidad: USA-Gran Bretaña Duración: 133 min Dirección: Steve McQueen Guión: John Ridley, según el libro de Solomon Northup Fotografía: Sean Bobbitt Música: Hans Zimmer Intérpretes: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Paul Giamatti, Brad Pitt, Alfre Woodard, Lupita Nyong'o, Sarah Paulson, Garret Dillahunt, Quvenzhané Wallis, Ruth Negga.
En unas declaraciones de Steve McQueen –el director de este
filme-, este señala El pianista y La lista de Schindler como referentes a
la hora de afrontar su acercamiento cinematográfico al tema de la esclavitud.
Dichas influencias (que han terminado por convertirse en paradigmas del rigor,
en el molde desde el que partir de una manera supuestamente fidedigna y moral
cuando se abordan temas históricos dentro de los cauces del cine comercial) han
prendido en el inconsciente del director hasta el punto de que su planteamiento,
consciente o no, sea el de intentar
realizar –en plena Era Obama- la película definitiva sobre el esclavismo o, al
menos, la que haya de marcar un antes y un después en el tratamiento de ese
tema. Por su temática, por su ambición, es este el tipo de filme que necesita
constituirse en “acontecimiento obligatorio”, trascendente, cine evento y
referente popular respetable, lección histórica y cinematográfica.
Inatacable, claro está, dentro del
vallado electrificado de la corrección política.
Obviamente, estamos lejos de La cabaña del tío Tom, pero la impresión, el sentimiento al
terminar de ver la película, es que el resultado no ha acabado por alcanzar
plenamente sus intenciones. La obra del director inglés titubea durante todo su
metraje entre las necesidades del documento y las de la poética
cinematográfica, entre la crónica quirúrgica de unos hechos verídicos y el
complaciente melodrama hollywoodiense, dejando al espectador en un terreno de
indefinición que acaba limitando la deseada y necesaria implicación emocional
que un producto de estas características exige.
La odisea, el calvario de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor),
transcurre, según dice el título, durante doce años. Doce años de sometimiento
-de una persona que era libre- a la crueldad, la perversión, la hipocresía, el
filisteismo y la maldad pura que habitaba dentro de la sociedad del “Viejo
Sur”. Sin embargo, la necesaria mella física por estas penurias y por el tiempo
no se evidencian en el personaje si no es hasta una escena final torpemente
ejecutada, tópicamente melodramática, que ejemplifica la probable tensión creativa
sufrida por el director. Porque, quizás, los momentos más valiosos del filme
sean donde se impone la visión naturalista a la dramática, siendo esta última
varias veces –dentro de la contención general-
de un trazo grueso que la hacen tropezar con lo maniqueo (pienso sobre
todo en la interpretación de los personajes blancos, a los que se ha dibujado,
en su mayoría, de una forma esquemática,
tendenciosa cuando no sencillamente caricaturesca.). Es en estos momentos
cuando la precisión al reflejar los hechos y la huida premeditada de vuelcos
dramáticos espectaculares pierden gran parte de su posible efectividad, y le
restan altura y categoría de obra realmente seria. Añadamos a esto último la
aparición como similores, en una suerte de estrellas invitadas al más puro
estilo del telefilme de lujo, de actores célebres para encarnar personajes secundarios
(“oh, es Brad Pitt”), distrayendo y provocando el escepticismo -pero sí, claro,
la concurrencia de la taquilla inmediata y la deseable atención de la
Academia- que lastra la obra
definitivamente.
La película tiene buenos momentos: la escena de la carta,
avanzada en un prólogo en forma de flashforward
y más tarde desarrollada; el extrañamiento del encuentro entre esclavos
e indios en pleno bosque; la secuencia sostenida, sobria y brutal a un tiempo
del ahorcamiento; el largo suplicio de la esclava Patsey y en general todos los
momentos en que aparece este personaje; el esclarecedor té que Mrs. Shaw (Alfre
Woodard en un personaje que, lamentablemente, no vuelve a aparecer) ofrece a
Solomon y Patsey... Grandes momentos, sí, pero que parecen aislados, como
piezas autónomas dentro de un conjunto algo deslavazado, donde los hechos a
veces suceden de una manera un poco arbitraria contribuyendo mínimamente a la progresión dramática de la
historia. Steve McQueen es capaz de componer hermosos tableaux vivants,
encuadra perfectamente ofreciendo ricas perspectivas, y permite que sus actores
se luzcan, pero en este caso le falta algo de la fluidez narrativa de anteriores
films.
Es una lástima que el tema del racismo y del aprovechamiento
inmisericorde de seres humanos para el enriquecimiento de unas clases altas que
simbolizaban el progreso de un país, cimentado como tantos otros en la desigual
lucha darwinista, haya perdido aquí la oportunidad de, si no zanjar la
utilización exploit del esclavismo, sí crear un debate oportuno, y erigir una obra
emblemática, perdurable, un nuevo paradigma.
José
Antonio Montero.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQué bien has expuesto las contradicciones de la película! La sensación que tuve al verla fue que se trataba de un trabajo que, si lo miraba racionalmente, era probablemente irreprochable, pero que, mientras lo estaba viendo, no me transmitía su posible grandeza: tú has sabido explicar en el texto lo que yo no supe explicarme. Quizá echo de menos que no hayas hablado de que McQueen viene del mundo del arte: eso hace más peculiar la tensión de la película entre lo autoral y lo espectacular, entre el rigor y el anhelo de Óscar. Por último, sólo un apunte: conviene tener en cuenta que "La lista de Schindler" fue una película tan celebrada como discutida y muchos no vieron bien el uso de determinados recursos dramáticos por parte de Spielberg: por ejemplo, el suspense en la escena de las duchas.
ResponderEliminarun abrazo,
Jordi Costa