Historia de mi muerte
Título: Historia de la meva mort Año: 2013. Duración: 148
min. País: España Género: Drama, Fantástico, Siglo XVIII, Siglo XIX Dirección: Albert
Serra Guión: Albert Serra Música:
Ferran Font, Enric Juncá, Joe Robinson, Marc Verdaguer Fotografía: Jimmy
Gimferrer, Ángel Martín, Artur Tort Reparto: Vicenç Altaió, Eliseu
Huertas, Lluís Serrat, Montse Triola, Noélia Rodenas, Clara Visa, Cláudia
Robert, Mike Landscape, Xavier Pau, Lluís Carbó
Si pasamos por alto la primera película de Albert Serra, Crespià, the film not the village
(2003), divertidísimo y surrealista film músico-rural con maneras amateur, del
que más o menos reniega, el primer cine del autor de Bañolas, ese que levantó
pasiones en Cannes e indiferencia en España, se articula en torno al vaciado de
casi todo lo extra-cinematográfico, es decir, sólo permanece aquello que
convierte en cine al cine, la imagen en movimiento en un cauce temporal (y su
sonido directo). Y como cine es difícil
-por lo que tiene de inflexible su propuesta formal, por llevar al paroxismo
los tiempos muertos que emergieron de la modernidad, aquí convertidos en norma-
, y a la vez el más simple que existe: tanto Honor de cavalleria (2006) como El
cant del ocells (2008), son abstracciones de la cultura clásica. Ambas
utilizan figuras canónicas como El Quijote y los Tres Reyes Magos, vaciando su
representación de cualquier componente argumental, dramático, simbólico,
ideológico o psicológico, hasta el punto de que si no fuera por la
contextualización que otorga el vestuario, emergerían las personas reales, esos
no actores, conocidos del pueblo del director (los asiduos y entrañables Lluís
Carbó y Lluís Serrat), mientras improvisan extraños, arrítmicos y divertidos
diálogos provocados por Serra. Otro vaciado, en lo actoral, que nada tiene que
ver en su objetivo con las técnicas practicadas por Bresson y sus alumnos
cinematográficos. Queda entonces la
superficie de las imágenes, nada más allá de ellas, pero tampoco nada menos. Sin
embargo, esta propuesta conceptualista, si bien puede resultar interesante y
estimulante, aboca a Serra al vacío y al callejón sin salida de la repetición, o lo
que es lo mismo, a una necesaria evolución estilística que le permita seguir
descubriéndose a sí mismo como autor.
Eso precisamente supone Historia
de la meva mort (ganadora en Locarno 2013), ese paso más allá que conserva
la genética de su cine anterior a la vez que la trasciende, además de erigirse como la
película más placenteramente digerible de su obra. De entrada, aquí sí hay tesis,
sí hay relato, aunque se desdibuje según avanza, y sí hay construcción de
personajes. Serra presenta de nuevo dos figuras archiconocidas (una real, otra
ficticia), iconos de la tradición narrativa, que dividen en dos la historia y
condicionan cada una de sus partes. En la primera parte (brillante, ligera), un Casanova muy anal,
oral y genital, servirá como metáfora y vehículo para la visualización
crepuscular de una sociedad, la del racionalismo de la ilustración, en decadencia
y desintegración, enfrentada a una inminente y radical mutación. Mutación que
Casanova divisa aunque malinterpreta, pues para él (que anticipa repetidas
veces La Revolución), el futuro será
una extensión utópica de las constantes artísticas y científicas del
racionalismo. Serra muestra a Casanova en su cotidianeidad palaciega mientras
diserta sobre política, filosofía, anticlericalismo y arte con su mayordomo
Pompeu (Lluís Serrat, casi siempre mudo, tierno, ingenuo, él mismo otra vez), a
la vez que come granadas y dulces, practica sexo escatológico con las criadas o
defeca con inmenso placer en el urinario, siempre acompañado por una estridente
risa de sátiro que vulgariza al personaje. El Casanova que compone, con singular gracia y
personalidad, Vicenç Altaió, es un personaje decadente, pringoso, obsoleto,
desfasado, cada acción que realiza está marcada por esa liviandad hueca y ese
amaneramiento en lo social tan propio del Siglo de las Luces. Y de la luz a la
oscuridad. Lo que vendrá después no será ningún tipo de utopía (de las
revoluciones democráticas), sino la exaltación del yo propia del Romanticismo,
y el oscurantismo y el mal derivados de las revoluciones industriales. La
segunda parte (más densa), está dominada por Drácula. Casanova abandona el palacio y
emprende un viaje por la Península Balcánica para introducirse, poco a poco, en ese otro
mundo que le ha de sustituir. Desde que cruza en barca de una orilla del río a
otra, representación del paso al otro lado, la narración se va desarticulando,
Casanova deja de estar tan presente y Drácula o su presencia abstracta le
sustituyen. Entonces, sólo queda la vampirización de una zona prestada a lo
esotérico y a lo irracional (hay sacrificios, alquimia, en dos escenas de
poderoso claroscuro visual), atavismos que Drácula potencia mientras crea una
red de dolor, dependencia y terror (esos gritos desgarrados que son energía
pura), en la que todos acaban cayendo.
La representación actoral sigue siendo teatral (los mordiscos vampíricos
tan suaves y de aspecto tan poco saturado), pero hay personajes sólidos y muy
trabajados como los mismos Casanova y Drácula (Eliseu Huertas, gélido, opaco, amo del bosque), que,
por primera vez, recitan textos elaborados en un guión aunque con la libertad de
la improvisación constante. Hay arco argumental y componentes dramáticos (la vampirización
de las campesinas, que se convierte en relectura contemplativa del origen de las tres
novias de Drácula), pero estos se diluyen porque es la única forma en que Serra puede concebir su visualización del mal en toda su inaprensible dimensión. Por ello, la película
queda rítmicamente descompensada, lo que en este caso implica más bien un colapso
pretendido del tempo mantenido durante la primera parte. Tampoco renuncia al
esteticismo pictórico (hay ecos de Goya), aquí más sofisticado que en otras
obras, sirviéndose de luz artificial, mucho grano, colores densos, y el re-encuadre digital a posteriori (de
tal forma que todos los encuadres son, parcialmente, responsabilidad última de Serra y no del
operador o del director de fotografía). Vuelve su estilo estático de puesta en
escena (hay un solo movimiento de cámara y éste es diegético, es decir la cámara
se mueve porque se mueve el carro en el que está), sin embargo existe un mayor
trabajo de montaje que le confiere dinamismo y pulso. Añade, eso sí, una potente y
sugestiva banda sonora original ausente
(salvo en escenas puntuales), de su cine anterior. En definitiva, el nuevo trabajo de Serra supone un paso adelante en su
filmografía, mostrando diversas y nuevas inquietudes en el quehacer cinematográfico y
dando como resultado una película completamente coherente con su obra previa,
evolutiva con respecto a la misma, de originalísima personalidad, bellos
planteamientos estéticos y, en ocasiones, gran capacidad hipnótica, aunque
también peque de hinchazón innecesaria hacia el tramo final del metraje. No
obra de madurez, Serra todavía es muy joven, pero sí obra de profundización y
expansión estilística con la que el director consigue una terrorífica y
divertida (también algo abstracta), visión del tránsito hacia la sociedad
moderna, esa sociedad mecánica y deshumanizada que Drácula vaticina y que anuncia el
triunfo del mal sobre todas las cosas.
Miquel Zafra
Miquel... ¡¡¡me gusta mucho más tu crítica que la propia película!!! Pero, aún hay más: hasta el momento yo siempre decía que era un placer leer sobre el cine de Serra, pero que esos textos evocaban películas que luego no se correspondían con lo que había visto en pantalla. No es este el caso: me has hecho ver y comprender con claridad, profundidad y sin poses teóricas lo que vi y, en su momento, no me gustó. Quizá tu texto me ha hecho querer un poco esta película.
ResponderEliminarun abrazo,
Jordi Costa