domingo, 27 de abril de 2014

Variaciones del rescoldo


El pasado

Título original: Le passé Año: 2013 Nacionalidad: Francia-Italia Duración: 130 min Dirección: Asghar Farhadi Guión: Asghar Farhadi Fotografía: Mahmoud Kalari Intérpretes: Bérénice Bejo, Tahar Rahim, Ali Mosaffa, Pauline Burlet, Elyes Aguis, Jeanne Jestin, Sabrina Ouazani, Babak Karimi, Valeria Cavalli.


El pasado –como sucede con el título que aparece tras el prólogo- no es barro que la lluvia diluye y un limpiaparabrisas aparta para permitir la visibilidad del mundo, de nuestro pequeño mundo y de nuestro devenir en él, de nuestra posición en él. El pasado forma parte de nosotros, parece decir la sólida escritura de Asghar Farhadi, de una manera indisoluble. Sus vínculos son casi siempre inquebrantables, y los hechos olvidados en él suelen volver inesperadamente con una carga aplastante de consecuencias. En el primer largometraje realizado fuera de su país, el iraní Farhadi demuestra que  la continuidad expresiva en ámbitos distintos de los propios es posible, y enriquecedora, cuando existe una idea firme, que no rehuye la maleabilidad, de una manera de hacer cine. Con maneras de hábil orfebre, en este momento no hay nadie que orqueste artefactos costumbristas de núcleo explosivo como él lo hace. Sus historias tratan de una realidad inoculada con elementos de intriga, e incluso de suspense, que fluyen por el subsuelo de tramas apegadas a los conceptos neorrealistas, y que terminan provocando intensas sensaciones de agitación ante la magnitud de las revelaciones y la fuerza con que estas se despliegan en la pantalla.

Nada más llegar a Francia, Ahmad (Ali Mossafa), que se ha trasladado desde Teherán para formalizar su divorcio de Marie (Bérénice Bejo), choca contra la primera barrera de incomprensión –a lo largo de la historia habrá más-: en el aeropuerto de Paris, es una pared acristalada de separación entre la zona de llegada de pasajeros y la de tránsito que impide el paso del sonido; y así, él desde un lado y su todavía mujer desde el otro mueven los labios, se dicen cosas que no llegan a los oídos. No hay comunicación verbal posible. Este símbolo explica en buena medida la tesis de la película: como aquello que no se comunica y queda oculto hasta enfangar las vidas, impidiendo que avancen, que evolucionen. Marie tiene una nueva pareja: Samir (Tahar Rahim) un hombre que además del origen árabe posee, como se irá viendo, más cosas en común con Ahmad. Marie, sin embargo, no puede evitar que sus gestos delaten los sentimientos que aún le unen a quien todavía es su marido. Luego están los hijos, ninguno de ellos nacido de su unión: una niña, un niño -el problemático hijo de Samir- y la adolescente Lucie. Fruto de una relación previa al matrimonio de Marie con Ahmad, Lucie se ha criado con este último y le considera su padre. De él recibirá la comprensión y la confianza que ha perdido con su madre. A él desvelará el secreto que arrastra desde hace tiempo y que sacudirá las vidas de todos.







Estructurada en dos partes, que sin embargo no son fácilmente diferenciables, la película dibuja en su primera mitad una anatomía de las relaciones humanas con caligrafía bella y férrea. La importancia que Farhadi da a los pequeños espacios cerrados, pues es en estos en donde las miradas colisionan, donde los gestos –dentro de un coche, una mano, la mano de Marie que busca, en distintos momentos y de distintos hombres, el contacto con otra. Más tarde habrá otra mano, de otra mujer - y los sonidos y sus paréntesis mudos cobran sentidos distintos, inéditos, reveladores. Escrutando a estos personajes, despojándolos de sus capas externas, Farhadi va depositando señales de los caminos (que pueden ser cunetas) por los que acabarán internándose en el segundo segmento del filme, y que les harán confluir –a todos sin excepción- en un mismo punto; para el pasado, un punto de destino, para el futuro, un posible punto de partida. No estamos ante la intensidad de desgarro de Nader y Sirim, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), su anterior filme, pero El Pasado es un paso adelante en una trayectoria impecable, en el que si se percibe en algo el cambio de cinematografía es únicamente para bien (no se puede hacer otra cosa que envidiar la capacidad del cine francés, de su cultura en general, para asimilar de una manera tan natural el talento foráneo). 

Extraordinario se muestra una vez más Farhadi en la dirección de unos actores que se funden con la historia. Con pulso templadísimo para la dilatación de las secuencias, confiando con ello su visión de exhaustividad en la representación de las tensiones a que son sometidos los personajes dentro de la dramaturgia. El director iraní hace aquí un alarde de la dosificación de la información y de la vuelta de tuerca sin acudir a trampantojos ni a trucos de trilero. Todo está medido pero a la vez todo respira. Asghar Farhadi entrega una invitación a integrarse sin estridencia en las relaciones de una familia (o de sus rescoldos), nos confía sus secretos y nos deja incapacitados para juzgar. Y plantea sin moralizar la advertencia de algo: que debería de tenerse cuidado con la insignificancia de un comentario o de un simple gesto circunstancial que nunca lo es en realidad, pues pueden acabar produciendo, como las alas de la proverbial mariposa, feroces desastres naturales al otro lado del presente.     


Jose Antonio Montero    

domingo, 20 de abril de 2014



Teatralidad sexual

La Venus de las pieles (La vénus a la fourrure). Año: 2013. Duración: 96 min. País: Francia. Director: Roman Polansky. Guión: Roman Polansky, David Ives (Obra: David Ives). Reparto: Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner. Productora: R.P. Productions / Les Films Alain Sarde




Con una longeva carrera que comenzó a inicios de los años '60, Roman Polanski, es, sin duda, uno de los grandes directores de cine de los últimos tiempos, autor de una gran obra cinematográfica que cuenta con obras maestras como "La semilla del diablo" (1968), "Chinatown" (1974) o "El pianista" (2001). Una prolífica obra que ha tocado todo tipo de géneros: terror, drama psicológico, suspense, cine negro o comedia. En todos ellos, siempre se ha manejado en universos obsesivos, donde elementos como la seducción y la perversión discurren en atmósferas opresivas y claustrofóbicas. 

"La Venus de las pieles" es una novela decimonónica del escritor austriaco Leopold von Sacher-Masoch, obra basada en la experiencia real del escritor que narra su peculiar relación amorosa con la escritora Fanny von Pistor con quién firmó un contrato para convertirse en su esclavo durante seis meses, y así materializar sus más íntimas fantasías eróticas. Es la más conocida de sus novelas, y la que ha vinculado el nombre de Masoch al masoquismo, pero más allá de esto, se trata de una importante obra para ahondar en los abismos de la sensualidad y el deseo humanos.

El dramaturgo estadounidense David Ives en el año 2010 se inspiró en la obra de Sacher-Masoch para escribir una obra de teatro estrenada en Broadway en 2011 y que se convirtió en una de las más aclamadas de los últimos años. Polanski, un par de años después, tomando como origen la obra teatral, y con la ayuda del propio Ives para el guión, ha realizado la adaptación cinematográfica, una obra que parece hecha a medida de las obsesiones del director polaco.

La película comienza con la cámara avanzando por un arbolado paseo parisino en un día lluvioso acompañada por una música inquietante. La cámara se detiene ante un teatro antiguo y decadente y nos adentramos en él. Después de un largo día de audiciones a actrices para la obra "La venus de las pieles", el director, Thomas Novachek (Mathieu Amalric) está desesperado ante la mediocridad de las candidatas. En ese momento, aparece la actriz Vanda Jourdain (Emmanuelle Seigner). Es vulgar, inculta, descarada, todo lo que el director detesta. Sin embargo, le da una oportunidad y en cuanto comienza a recitar el texto se queda fascinado ante su transformación en una mujer sensual, elegante, perversa. A partir de ese momento, contemplaremos con el teatro como único testigo, a un director y una actriz desplegar un fascinante juego sexual entre la realidad y la ficción.

Roman Polanski en esta película vuelve a muchos de sus territorios comunes donde su talento narrativo y visual brilla: las adaptaciones teatrales (como ya ocurría con "Macbeth" (1971), "La muerte y la doncella" (1994) o "Un dios salvaje" (2011)), los espacios únicos, cerrados y claustrofóbicos (como el barco de "El cuchillo en el agua" (1962), el apartamento de "Repulsión" (1965) o el edificio de "La semilla del diablo" (1968)) o su mirada inquietante ante la sexualidad y el deseo (como "Callejón sin salida" (1966) o "Lunas de hiel" (1992)). 

Acompañado por sus dos actores, excelentes Mathieu Amalric y sobre todo, Emmanuelle Seigner, y por la inquietante música de Alexandre Desplat, Polanski rastrea, con su malicioso sentido del humor, los límites de la seducción, la dominación y la perversión en un pulso entre lo masculino y lo femenino, el amo y el esclavo, el director y el actor. Todo un compendio de elementos que dan como resultado una extraordinaria película. Fascinante, perturbadora, obsesiva, opresiva. Polanski en estado puro.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra



jueves, 17 de abril de 2014

Cine con receta







Dallas Buyers Club

Título original: Dallas Buyers Club Año: 2013 Nacionalidad: USA Duración: 117 min Dirección: Jean-Marc Vallée Guión: Craig Borten y Melissa Wallack Fotografía: Yves Bélanger Intérpretes: Matthew McConaughey, Jared Leto, Jennifer Garner, Denis O'Hare, Steve Zahn, Michael O'Neill, Dallas Roberts, Griffin Dune.

La muerte de Rock Hudson podría considerarse, desde la perspectiva actual, algo así como la zona cero mediática para la era del sida; fallecido el 2 de octubre de 1985, su caso sirvió como alarmante toque de atención del alcance que podía tener una pandemia que se encontraba en sus primeros estadios y que hasta entonces, para la mayoría de población no afectada, parecía desarrollarse en periferias de la realidad, en las marginalidades siempre contenidas por las barreras poco porosas que la actualidad convencional -la que alimenta a un periodismo generalista habitualmente amodorrado en sus zonas de confort- ha ido erigiendo desde el nacimiento de la información de masas y cuya altura vemos crecer aceleradamente en los últimos tiempos. Dallas Buyers Club se sitúa en ese periodo de los años ochenta del siglo XX (y no es casual que en el inicio de la película se haga mención a la célebre estrella cuando el protagonista lee la noticia distraídamente en la primera página de un grasiento periódico) cuando la incertidumbre y la escasa información oficial -o la impericia a la hora de manejarla- en cuanto a las posibles vías de transmisión del sida y a su profilaxis acabaron, si no desencadenando, sí acelerando el número de víctimas y una psicosis global irrefrenable. Este filme, en su mezcla de drama y juego capitalista de callejón, centra su interés en el relato del tejano Ron Woodroof, una más de las personas que resultaron contagiadas por el virus VIH en aquellos primeros tiempos, haciendo hincapié en su heterosexualidad recalcitrante pero también en su genuina condición de basura blanca; ejemplo arquetípico del redneck habitante del Estado de la Estrella Solitaria -y testosterónica-; vividor, adicto al sexo, tramposo vaquero de rodeo y electricista de profesión. Un Mathew McConaughey en sus días de caza mayor quien, con esta interpretación (junto a la asunción de un departamento de maquillaje aplicado rigurosamente en la tanatoestética de retrocesión, más la implementación de métodos punteros en el centrifugado de la masa y las grasas corporales, que acaban por materializar un hito más en esa tendencia actoral a la que podríamos bautizar como hiperrealismo operístico o epatante) acaba de cobrarse la pieza más codiciada por un actor del establishment.

El grado de responsabilidad de las empresas farmacéuticas y del sistema sanitario en la inoperancia del tratamiento a los cientos de miles de afectados –que aumentaban exponencialmente- de todo el territorio de Estados Unidos sí que queda expuesto con claridad diáfana, pero resulta cuanto menos discutible que el grueso de la historia trate de cómo un personaje, tan poco ejemplar a priori, de virtudes atrofiadas por el desuso, alcance un éxito y respeto inesperados, y una vía de redención espiritual a través de los caminos de la economía liberal y de los vacíos legales en la sociedad de consumo merced a su destreza para el trapicheo de unos medicamentos que logran ofrecer calidad de vida y esperanza a las víctimas de su entorno, medicamentos que no están autorizados por unas autoridades sanitarias estadounidenses manejadas en último término por las poderosas corporaciones farmacéuticas. Se crea un debate ético donde entran en juego la deshonestidad o el puro instinto de supervivencia, el altruismo o el aprovechamiento de una coyuntura propicia, que la película trata bienintencionadamente, aunque también de manera superficial, por lo que al final queda una nueva pincelada (eso sí: menos gruesa de lo acostumbrado) del autorretrato in progress americano -El hombre hecho a sí mismo- que el cine de Hollywood lleva elaborando desde sus inicios.  

Más que en captar pretendidamente la terribilitá del sida o en describir el sentimiento de extinción de aquel tiempo, a la producción parecen interesarle solamente las escalas reducidas del drama, delimitado en los contornos de ese cine industrial contemporáneo impregnado del “Toque Weinstein”. Manejando a veces las motivaciones febriles del suspense al estilo de Con las horas contadas (D.O.A. Rudolph Maté, 1950), el film va mostrando las evidencias del deterioro físico y cómo el tiempo de vida –según la estimación médica- de Ron Woodroof va acortándose cada vez más mientras él busca tenazmente en la automedicación (y en el lucro) un remedio milagroso capaz de librarle de su destino. Así es como el filme sortea en cierta forma la norma lacrimógena de los dramas médicos al uso, revistiéndolo de cierto interés y amenidad, pero sin que por ello el trabajo de Jean-Marc Vallée termine por resultar emocionalmente sólido o dramáticamente convincente en una puesta en escena pulcramente insustancial a la que se le notan las costuras artísticas y presupuestarias. Un producto empresarialmente útil; un placebo para el espectador.

                                                                                                                 Jose Antonio Montero.  

lunes, 7 de abril de 2014

Castillos de arena

Edificio España
Título: Edificio España. Año: 2012. Duración: 94 min. País: España Género: Documental. Dirección: Víctor Moreno. Guión: Víctor Moreno. Fotografía: Víctor Moreno. Reparto: Documental.



Mientras varios escuadrones de trabajo, que en total suman más de doscientos obreros, desmontan y derriban el interior del Edificio España hasta dejarlo en su esqueleto, una memoria, silenciosa y triste, permanece mientras puede en la superficie de las paredes de aquel pretendido símbolo de la prosperidad franquista. Obreros de distintas etnias y culturas realizan la tarea que antecede a una reforma que nunca llegará, tarea que para la mayoría supondrá la última en mucho tiempo, pues la crisis económica está por implosionar (la obra se inicia en 2007), y tras el desmantelamiento del edificio casi todos los trabajadores, según nos dicen, entrarán a  engrosar la cola del paro. 

He ahí las dos tesis principales que maneja este documental: por un lado el retrato, más o menos pobre, de una colectividad, espejo de la sociedad globalizada, que derriba con indiferencia una catedral de memoria y fantasmas; por otro, el más sugestivo, la denuncia y metáfora de una situación crítica, la actual, en la que lo económico, factor que rige toda la realidad, ha colapsado.  Es muy posible que el director Víctor Moreno empezara el proyecto y lo grabara con una idea en la cabeza y lo montara con otra o, al menos, con significativas variaciones conceptuales.  De esta forma, del retrato inicial de una moderna Torre de Babel, emerge la metáfora de la crisis representada por un edificio cuyos planes de reforma por parte del Banco Santander (entidad propietaria que, por cierto, mantuvo a la película que nos ocupa en el limbo de la distribución y de la exhibición durante varios años), quedaron en agua de borrajas tras la crisis. Para potenciar esta interpretación –dentro de un film poroso y lleno de posibles conclusiones- Moreno introduce en el montaje un off de Zapatero hablando del inminente crecimiento económico o de la creación de nuevos puestos de trabajo. Todo en flagrante contraste con la realidad actual, el estado laboral de los obreros que participaron y el cascarón vacío en el que se ha convertido el emblemático edificio madrileño. En este sentido, el testimonio propuesto resulta desolador y pertinente, pero es en lo que parece la intencionalidad primera donde el film quizá se quede corto. Esa radiografía de la sociedad global representada por todos esos obreros de procedencias diversas queda insinuada pero en absoluto se extrae de ellos toda la fuerza y profundidad que un retrato de estas características se plantea conseguir (algo a lo que sí llegaba con bellísimos resultados la obra de José Luís Guerín de 2001 En Construcción). Los trabajadores están ahí pero más como saqueadores inconscientes de una memoria mortecina (los restos de la gente que vivió en sus viviendas, que trabajó en sus oficinas, o que comió en su restaurante), o como metáfora de una situación social determinada (expresada brillantemente pues casi toda la película es una sucesión de paredes destruidas, suelos levantados y cascotes expulsados que por su reiteración acaban construyendo la idea más valiosa del film, idea o símbolo acerca del nefasto estado de España).


Moreno imprime al metraje un ritmo irregular, con claros altibajos de interés, que va desde la fascinación estética (planos que extraen esa belleza de lo feo tan presente en la pared desnuda a medio destruir), y argumental (algunos personajes interesantes pero quizá desaprovechados), hasta, en ocasiones, cierto sentido de la imagen y del tempo algo deslavazados. Hay momentos con tensión y dramatismo que sin embargo no terminan de encajar en una historia que al final parece ir por otros derroteros. La escena que funciona de clímax, que resulta desaprovechada, tierna y algo impostada, y en la que se asiste a la partida definitiva del último (suponemos), residente de la torre, es buen ejemplo de ello. Aun así, la metáfora acerca de la crisis, el despiece de la economía de un país y el tipo de burbujas que ayudaron a provocarlo resulta brillante: un edificio que hoy es pura fachada mientras su interior queda derruido y polvoriento, procesado y transformado en montículos de arena cada vez más altos. Algo que ver, al menos, con el estado genérico de la nación que lo alberga. 

Miquel Zafra

martes, 1 de abril de 2014

Amistad terapéutica


Jimmy P

Título original: Jimmy P. (Psychotherapy of a Plains Indian) (Jimmy Picard) Año: 2013. Duración: 120 min. País: Francia. Director: Arnauld Desplechin. Guión: Arnaud Desplechin, Julie Peyr, Kent Jones (Novela: George Devereux) Fotografía: Stéphane Fontaine Música:Howard Shore Reparto: Benicio Del Toro, Mathieu Amalric, Gina McKee, Larry Pine, Joseph Cross, Elya Baskin, Gary Farmer, Michelle Thrush, Misty Upham, Jennifer Podemski, Michael Greyeyes, A Martínez.

Por problemas con la distribución, algunas de las películas del realizador francés Arnauld Desplechin han pasado inadvertidas en nuestro país. Una de sus obras más relevantes, seguramente la más importante, Un cuento de navidad, apenas se proyectó en unas pocas salas españolas. Pasó sin pena ni gloria. Sin embargo, es uno de los realizadores franceses más reconocidos internacionalmente. Su salto a Estados Unidos y la participación de intérpretes de la talla de Benicio del Toro y Mathieu Amalric parecen haber lanzado la cinta a una distribución a gran escala.

En este caso no ha sido acogida internacionalmente con el mismo júbilo que las anteriores pese a tratar un tema, a priori, bastante interesante. Como en la notable Un método peligroso de David Cronenberg, la terapia obliga a establecer el diálogo entre psiquiatra y paciente como base de la película. El diálogo como fuerza de trabajo está presente en el film de Arnaud Desplechin, quien trata también de darle el mismo valor a la dialéctica y al trato médico-enfermo. Sin embargo no será, como en aquella, el psicoanálisis el motor de la terapia, sino una nueva técnica adaptada de los métodos freudianos llamada etnopsicoanálisis. Tan distintas la una de la otra, la música de Howard Shore nos recuerda inevitablemente a la obra de Cronenberg sobre Freud. Pero la resolución del conflicto aquí es intrascendente: lo de menos es llegar, importa el camino andado, el disfrute del recorrido, no su desenlace.


El director Desplechin, que siempre ha mantenido que sus obras nacen del subconsciente más que de la realidad, basa sin embargo su nueva cinta en una historia real. En ella cuenta la traumática vida de James Picard, un indio Blackfoot que combatió en la II Guerra Mundial y por la que arrastra graves e inexplicables secuelas físicas. Sin un diagnóstico claro, los médicos deciden acudir a la pionera terapia de un médico francés llamado Geroges Devereux. Médico y paciente acabarán entablando una bonita amistad que irá más allá de la terapia. La película adapta los ensayos del creador de la terapia, Georges Devereux, Ensayos de etnopsiquiatría general y Etnopsicoanálisis complementarista. Un filme que habla de la amistad, pero no solo. También de la convulsa sociedad de posguerra, de la experimentación, de la empatía y la comprensión, de la discriminación al diferente, la colonización, del desarraigo, del humanismo, la complicidad, la generosidad.

De ritmo pausado y bella factura visual, Jimmy P carece de la profundidad y la intención reflexiva que caracteriza los anteriores trabajos de Desplechin. Su principal virtud, amén de la solvencia interpretativa de sus dos protagonistas, radica en una sencillez formal que atrapa al espectador, basada en una puesta en escena sin artificios, limpia, natural y efectiva, en busca siempre del realismo, de la autenticidad. Visualmente impecable, la película flaquea sin embargo por su excesiva simpleza de fondo. Plana y tediosa, sus pretensiones son mayores de las que aparenta, y no se toma en serio a un espectador al que le da todo mascado, sin sugestión: es meramente explicativa, rabiosamente explícita. Su narración es convencional, ciñéndose en todo momento al estilo clásico y echando mano de la elipsis y el flashback para viajar a tiempos pretéritos y descubrirnos el pasado de Picard y Devereux. Una auténtica lástima que una de las obras menos brillantes del realizador galo haya sido la que mayor y mejor distribución ha tenido.


Carlos Rico Hernández-Claveríe