lunes, 16 de junio de 2014



Los hijos de Marx y la Coca-Cola

Masculino, femenino (Masculin, féminin: 15 faits précis). Año: 1966. Duración: 103 minutos. País: Francia. Director: Jean-Luc Godard. Guión: Jean-Luc Godard (Historia: Guy de Maupassant). Reparto: Jean-Pierre Léaud, Chantal Goya, Marlène Jobert, Michel Debord, Catherine-Isabelle Duport, Eva-Britt Strandberg, Birger Malmsten, Yves Afonso, Henri Attal, Brigitte Bardot, Antoine Bourseiller, Chantal Darget, Françoise Hardy, Med Hondo, Dominique Zardi. Productora: Coproducción Francia-Suecia



¿Por qué "Masculino, femenino"?

Más que tratarse de una obra despreciada por la crítica, de hecho, Jean-Pierre Léaud ganó el Oso de Plata a Mejor Actor y la película el Premio Interfilm (Mención de Honor) en el Festival de Berlín del año 1966, se trata, desde mi punto de vista, una obra desconocida e infravalorada y, aunque se trata de una película con pretensiones modestas, la considero una obra muy valiosa dentro de la obra de Godard.

Contextualización dentro de la obra de Godard

Película puente dentro de la obra de Godard entre toda su primera época (1960-1966) donde se hallan sus obras más reconocidas ("Al final de la escapada", "Vivir su vida", "El desprecio", "Banda Aparte", "Alphaville" o "Pierrot el Loco") y la época (1966-1967) donde comienza con un mayor radicalismo político ("Made in USA", "La Chinoise", "Week End") antes de su incorporación al movimiento maoísta y donde progresivamente va abandonando las historias de ficción para mostrar ensayos fílmicos de gran radicalidad.

Argumento

La base "dramática" de la película se encuentra en dos relatos de Maupassant al parecer irreconocibles en el resultado y que rápidamente fueron desechados en favor de la lógica impuesta por el propio film. La película, estructurada como indica el propio título original en base a 15 momentos/exposiciones de ideas/anotaciones, cuenta la historia de Paul (Jean-Pierre Léaud), un joven idealista, intelectual, activista de izquierdas, que acaba de terminar el servicio militar. Conoce a Madeleine (Chantal Goya), una joven atractiva, independiente, que aspira a ser cantante pop, y trata de conquistarla.

Análisis de la película

En cuanto al contenido, con un tono fresco y divertido (una de las películas más divertidas de Godard), pero con un fondo melancólico, es un fiel y moderno retrato de la juventud francesa de la época, casi un retrato sociológico de las inquietudes, las aspiraciones de los jóvenes franceses nacidos tras la II Guerra Mundial en lo referente a temas amorosos, sexuales, laborales, políticos, de derechos humanos, sociales, etc. De esta forma, en la película se mezclan con total naturalidad las historias particulares de los protagonistas con historias generales: la guerra de Vietnam, la píldora anticonceptiva, la falta de apoyos a los jóvenes para realizar estudiar superiores, la división de clases, las luchas obreras, las huelgas, etc. 

Godard, presenta a ellos como seres idealistas, con reivindicaciones políticas. Paul (Jean-Pierre Léaud) es una prolongación del personaje de Antoine Doinel de Truffaut, ese personaje conmovedor por su fragilidad, por su torpeza adolescente que encarna el malestar de la juventud de antes del '68, tan desnortada como rebelde, en busca de un ideal revolucionario y de una relación auténtica con mujeres jóvenes siempre inasibles e incomprensibles. Y presenta a ellas como seres alegres, independientes, deseosas de emular el "American way of life". Madeleine (Chanta Goya) es una joven que como ella misma se define, le gustan los Beatles y Bach, es muy juvenil, casi no se maquilla, viste moderno con zapatos bajos y le encanta que en EEUU digan de ella que es parte de la "generación Pepsi". El mejor resumen es uno de los intertítulos que aparece en un momento de la película: "Esta película podría llamarse... Los hijos de Marx y de la Coca-Cola".

En cuanto a la forma, se trata de un film-ensayo que juega con la mezcla de géneros y el trasvase de información entre lo documental y lo ficticio pero sin sentir de ningún modo la rigidez de los planteamientos teóricos, de la que suelen adolecer en numerosas ocasiones sus descendientes. Heredera del estilo de Jean Rouch y germen de los ciné-tracts del '68, es una propuesta donde Godard se resiste todavía a abandonar por completo los cauces de la ficción, pero que preludia la vía formal que tomará Godard más adelante.


Escenas

Escena 1 (del 2m.30s. al 6m.27s.): Encuentro en el café 
Godard nos presenta el encuentro de Paul y Madeleine en un café parisino.

Escena 2 (del 14m.22s. al 19m.25s.): Conversación en el periódico
Conversación en el periódico, donde Paul intenta que Madeleine salga con él esa noche.

Escena 3 (del 21m.38s. al 23m.08s.): Embajada Americana
Paul y sus amigos van a la embajada americana a desplegar sus consignas anti-americanas. 

Escena 4 (del 50m.00s. al 52m.45s.): En el piso de las chicas
Paul cena con Madeleine y sus compañeras de piso y finalmente se van juntos a la cama, pero tienen que compartir cama con una de sus compañeras de piso.  

Escena 5 (del 55m.21s. al 01h.01m.53s.): Entrevista con la chica
Paul, que en ese momento trabaja haciendo encuestas, entrevista a "la chica del año" del periódico. (*)

Escena 6 (del 01h.14m.52s. al 01h.17m.17s.): En el cine
Paul va al cine con Madeleine y sus amigas y se rebela contra la mala proyección de la película.

Escena 7 (del 01h.30m.24s. al 01h.35m.00s.): En el estudio de grabación
Paul y una de sus compañeras de piso van a ver a Madeleine durante la grabación de su disco, y posteriormente ella es entrevistada por un reportero para la radio.


(*) Como curiosidad, aunque la película no puede encuadrarse dentro del movimiento de la "Nouvelle Vague" (que está comprendido entre febrero-marzo de 1959 y comienzos de 1963), pero con Godard como gran referente de este movimiento y la película que toma muchos elementos del mismo, la expresión "Nouvelle Vague" aparece por primera vez como un eslogan en la portada de Octubre'57 del semanario L'Express, "La nouvelle vague arrive", en un número donde se muestran los resultados de una encuesta sociológica sobre los fenómenos generacionales. Esta escena podría reproducir una de las entrevistas reales que se produjeron en aquel momento y que formaron parte de dichas encuestas.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra



domingo, 15 de junio de 2014

La dictadura de la imagen

The Congress
Título: The Congress. Año: 2013. Duración: 120 min. País: Israel. Género: Ciencia Ficción. Drama. Cine dentro de cine. Animación. Dirección: Ari Folman. Guión: Ari Folma (Novela: Stanislaw Lem). Música: Max Richter. Fotografía: Michal Englert. Reparto: Robin Wright, Harvey Keitel, Danny Huston, Paul Giamatti, Frances Fisher, Kodi Smit-McPhee, Michael Landes, Sami Gayle, Matthew Wolf.


En Vals con Bashir (Folman, 2008), con todo lo que tenía de documental y de auto-exorcismo artístico de inspiración psicoanalítica, ya había una voluntad de revestir la narración con algunas constantes descriptivas y estéticas de la distopía de tintes apocalípticos. La animación rostoscópica (técnica que se basa en la captación previa de la acción con actores reales), proporcionaba una paradójica apariencia irreal que lo transformaba todo dándole a la imagen del conflicto bélico un carácter sofisticado de alcance expresionista. Si muchos de los escenarios de Vals con Bashir parecían sacados de las páginas de J. G. Ballard (esas ciudades muertas, el aeropuerto vacío, desolado), en The Congress se inspira directamente, aunque lejos de hacer una adaptación literal, en otro gran escritor de ciencia ficción, Stanislaw Lem, y en su novela El Congreso de Futurología (1971). En el texto de Lem, la reflexión giraba en torno al poder farmacológico para moldear la realidad y controlar a la población, mientras que en la película, Folman acaba trazando una reflexión sangrante sobre el poder de las imágenes, su frívola utilización con la intención de obtener una seducción fácil, y su incontrolable y autónoma construcción mitológica representada por unos iconos instalados peligrosamente en el subconsciente de todo el público.

El mundo de The Congress presenta a la industria cinematográfica casi como si de un poder político se tratara. La nueva revolución no está en la ideología ni en el cambio social, parece decirnos Folman, sino en la imposición de nuevas formas de relacionarse con las imágenes de nuestro ocio, tan seductoras y absorbentes que supondrían para el poder que las impusiera la conquista absoluta del corazón y la mente del ser humano. Miramount (evidente referencia a Miramax y Paramount), la productora que está llevando a cabo dicha revolución, contrata a Robin Wright (interpretándose a sí misma), para escanearla y crear un avatar digital perfecto, conservado eternamente joven con el que casi pueden hacer lo que quieran. La actriz real, por supuesto, deberá dejar de actuar. Toda esta primera parte pone en situación y desarrolla en poco menos de 45 minutos un brillante discurso sobre la canibalización de las estrellas y la progresiva deshumanización de la industria de Hollywood, pero, tras un salto temporal de veinte años, la película se parte en dos. Abandonamos la  imagen real y nos sumergimos en una animación alucinada, psicodélica. La farmacología parece permitir inmersiones en mundos animados en los que cada uno tiene el aspecto del avatar que elija. El congreso del título se celebra en un espacio virtual animado donde se ha de anunciar la revolución definitiva: un elixir que permite beberse a los actores, a los personajes, ser ellos (el cada vez más frecuente ocio onanista llevado a sus últimas consecuencias). Miramount pretende imponer la alucinación como realidad y mundo a habitar revelándose como el poder absolutista que crea una dictadura de lo irreal, basada en la promesa de la felicidad pura, la expresión más íntima del yo, y la disolución del ego, términos contradictorios que enmascaran la pretendida alienación de las personas, que prefieren ser avatares de John Wayne o Jesucristo a representarse a sí mismos, porque en este mundo nadie se ve como realmente es sino como le han enseñado a querer verse.

Todo esto ya resulta apabullante, pero hay mucho más. Estéticamente, casi subyuga más que el anterior film del director israelí. Los personajes principales están rotoscopiados (en un inteligente paralelismo de Folman y su actriz con la primera trama –qué tiene varias- de la película), y recuerdan a cierta animación del underground norteamericano: quizá hay ecos en el diseño o en el trazo del Ralph Bakshi de Wizards (1977), o de American Pop (1981), o del Heavy Metal de Potterton (1981), pero la muy variada fauna que habita la zona animada parece basarse en los más diversos modelos de la historia de la animación, de Dave Fleischer a Las Supernenas (McCracken, 1998). El sustrato filosófico y la técnica rotoscópica como inversora de texturas de la realidad, hacen inevitable la comparación con el Linklater de Waking life (2001) y A Scanner Darkly (2006). Además, en la parte animada la narración se contamina también de alucinógenos, como la cabeza de Robin Wright, y se vuelve fragmentaria y caótica, sin subrayar los cambios de realidad a sueño o los confusos saltos temporales. La desorientación argumental obtenida es idéntica a la experimentada por la protagonista pero, como ella, también se asiste a un desaforado derroche de imaginación, una frondosidad visual infrecuente acompañada por la delicada banda sonora de Max Richter (responsable de la también esplendida y conmovedora música de Vals con Bashir).


The Congress aborda la distopía a través del ocio -con otro referente animado como Wall-E (Stanton, 2008), como ejemplo más reciente del mismo tema-, el control de una población sometida a la química por las imágenes y la ilusión del yo que les proporciona, y el impacto de la iconografía fílmica en nuestros subconscientes, pero también es el bello homenaje a una actriz algo olvidada. Una actriz, una mujer, una madre, porque ese es otro de los temas de la película y el que tiene un desarrollo más emotivo, el del amor materno-filial, la epopeya de la búsqueda que culmina en un final deslumbrante y catártico. The Congress tiene tantas capas y tantas formas de ser abordada y entendida que se convierte por sí sola en un hermoso y complejo enigma a debatir, aunque quizá nada de lo que se diga importe mucho, porque la experiencia es tan emocional y profunda que lo mejor que se puede hacer es zambullirse en ella y experimentarla.   


Miquel Zafra

sábado, 14 de junio de 2014

Solamente existir


Post Tenebras Lux
Título: Post Tenebras Lux. Año: 2012. Duración: 120 min. País: México Género: Drama. Vidarural. Cine experimental Dirección: Carlos Reygadas. Guión: Carlos Reygadas. Música: Gilles Laurent. Fotografía: Alexis Zabe. Reparto: Adolfo Jiménez Castro, Nathalia Acevedo, Willebaldo Torres, Rut Reygadas, Eleazar Reygadas.


La óptica que se encarga de fotografiar la mayor parte (los exteriores), de Post Tenebras Lux (2012), no pretende captar la textura transparente de nuestra mirada, sino trastocarla utilizando un efecto de biselado que sólo enfoca con nitidez el centro del plano mientras emborrona y duplica los márgenes. Esta solución estética, en absoluto arbitraria pero sí radical, parece responder a la necesidad de su director, Carlos Reygadas, de introducirnos en un limbo espacial y temporal en el que todo es simultaneo y en el que la realidad se disuelve para transmutarse en puro flujo de conciencia subjetiva, conciencia que divaga por una vida llena de recuerdos pasados, futuros, reales, soñados o especulados. Su filiación con Tarkovsky es confesa y notable. La variedad resultante de temas y lecturas acaba siendo sorprendente y apasionante.  

En el centro de la vaporosa narración, una familia de clase alta se muda al campo, donde vive rodeada de animales y campesinos a los que contrata para diversos trabajos. Juan, el padre, será el punto de vista que observa como todo su mundo se desmorona irremediablemente, como si en el código genético humano estuviera inscrita la decadencia del espíritu al abandonar la infancia.
Que los dos hijos sean los de Reygadas, que casualmente la mujer, Nathalia, se llame como su verdadera mujer, y que la grabación se haya llevado a cabo en la propia finca del director (una casa situada en medio de la exuberante vegetación de Tepoztlán), no hace sino acentuar el carácter íntimo y autorreflexivo (aunque no autobiográfico), de la obra. Reygadas no es necesariamente Juan, aunque éste ocupe su rol familiar y sus preocupaciones y añoranzas puedan ser las mismas. Si bien en esta fascinante película hay sitio para la lectura social (la evidente tensión y violencia entre clases, elemento constantemente presente en la obra del autor mejicano), lo que realmente planea a lo largo de todo su metraje es el placer puro de la infancia y lo que duele perderla porque, después de eso, el mal se apodera de toda percepción. El inicio es bellísimo: Rut, la hija pequeña de Reygadas, corre por un prado de tonos rosa persiguiendo vacas y perros mientras atardece y la vanguardia de rayos y truenos empieza a enunciar la inminente tormenta. En ese gozo absoluto que experimenta la niña (y que la cámara, siempre a su altura, registra con virtuosismo), está cifrado todo el universo de la primera infancia que, como el propio Juan dice anhelante en su monólogo final, sólo consiste en existir.

De nuevo, como en sus tres películas anteriores, Reygadas recurre a no actores que inundan de naturalismo casi documental muchas de las secuencias, pero todo está teñido de poesía y subjetivismo. Enclava los espacios en un infrecuente, a día de hoy, formato cuadrado que resalta la verticalidad de las figuras humanas y de los omnipresentes árboles. El sonido, minimalista y muy trabajado, construye una atmósfera orgánica que se retuerce sobre sí misma y que acompaña a una narración agujereada por constantes saltos temporales y espaciales (la preciosa secuencia de la playa, narrada a dos tiempos, un futuro posible, un incierto presente), y, aparentemente, argumentales (las dos secuencias de rugby, probablemente recuerdos del propio Reygadas proyectados en la infancia de Juan como exponentes de su pasión perdida). Esta estructura, en apariencia caótica, no está tan lejos de los atrevimientos fragmentarios presentes en la literatura modernista latinoamericana, de Rulfo a Cortázar pasando por Lezama Lima.
Es posible que no sea este un film de símbolos complejos como pudiera parecer en un primer momento, sino más bien uno de imágenes poéticas que evocan significados literales. Y esto también resulta una valentía y un acierto. De esta forma, el demonio con caja de herramientas que aparece en dos secuencias entrando a una indeterminada casa (¿la de la infancia de Juan?), parece ser la confirmación visual, por parte de Reygadas, de que cuando la infancia va quedando atrás, el mal y la confusión afloran para quedarse, ya sea con los rasgos de la insatisfacción, de la desigualdad, del sadismo o de la violencia. La imagen resulta tosca pero potente: el demonio, sigiloso, se introduce en la habitación de un matrimonio que duerme en su cama. El impacto y la fuerza residen en la mirada de un niño, que ve como el mal se encierra en el cuarto de sus padres, quizá comprendiendo aterrado que eso es lo que, al crecer, inevitablemente le espera.

Miquel Zafra

domingo, 1 de junio de 2014

La ciudad de la alegría




Alegrías de Cádiz


Título original: Alegrías de Cádiz Año: 2013 Nacionalidad: España Duración: 117 min Dirección: Gonzalo García Pelayo Guión: Pablo García Canga, Iván García Pelayo Fotografía: José Enrique Izquierdo Intérpretes: Fernando Arduán, Óscar García Pelayo, Jeri Iglesias, Marta Peregrina, Beatriz Torres.




Homenaje rendido a la ciudad de Cádiz y a todo lo carnal que en ella bulle, Alegrías de Cádiz se hace dueña por derecho de su condición de rareza, y representa además el regreso, después de tres décadas de silencio, de un outsider de nuestro cine: Gonzalo García Pelayo. Acreedor como muy pocos al apelativo de polifacético; pues entre otras cosas ha sido productor musical (considerado como uno de los principales forjadores de aquel movimiento surgido a finales de los sesenta que vino en llamarse “rock andaluz”, y que tantos nombres míticos ha dejado para la historia de la música y la cultura españolas), locutor de radio, presentador, pesadilla de croupiers del mundo entero... y director de cine que irrumpiría en paralelo a la Transición encarnando el espíritu aperturista de ese tiempo desde una postura absolutamente lúdica e independiente. Entrelazada su trayectoria con la del fértil movimiento contracultural andaluz, no ha dejado sin embargo de considerarse a sí mismo como un cineasta incomprendido y desterrado por la industria. Y habría que añadir, hasta hace bien poco, olvidado por el público. Ahora, aunque sea de una manera minoritaria, hay una audiencia nueva que ve en su cine formas que le seducen; tal vez se deba a la atracción que ejerce su tremendamente libérrimo espíritu, su vibrante imperfección. Un cine a flor de piel que se echaba en falta hasta hace poco y que, en cierta manera, se necesitaba; como se necesita también la alegría en un tiempo de pura negación de la misma.


 Las alegrías son un palo del flamenco de carácter festivo, características de Cádiz y, según parece, con origen en la jota navarro-aragonesa que llegó a la ciudad durante la ocupación francesa. Dicen los flamencos que cantando por alegrías se van las penas. Al ver Alegrías de Cádiz queda claro que también puede aplicarse lo mismo al proceso de un rodaje y a una forma de narrar, y, más que de narrar, de recitar, de hablar como Jeri -a quien podría considerarse hilo conductor del film, si esto se pudiera considerar con un film como este-, el zigzagueante maestro de póquer y amante del amor; de hablar y decir como pelotas de goma, con vida plena. La película es un largo poema vitalista, desacomplejado hasta el extremo, de alabanza enamorada a una ciudad y a la mujer. Tema central en la obra de García Pelayo, lo femenino y la mujer –como ser que se aproxima a lo supra terreno- es su plano fijo, y postra siempre que puede su cámara ante ella. Lo que aquí hace desde las primeras imágenes (tras un prólogo que nos presenta una panorámica de Cádiz y de su soleada bahía desde el sosiego de su corta estatura) proponiendo en primer lugar una re-visitación de Vivir en Sevilla (1978) al recrearse, como hizo en aquella, en el rostro de las actrices mientras se someten al proceso de casting de la propia película. Cuatro actrices (aunque solamente una de ellas sea profesional) a las que las indecisiónes del director hacen que finalmente se las escoja para un mismo papel, el de Pepa; encarnación de los matices y pieles de la gaditana, y trasunto sensual de la Constitución española de 1812, conocida como La Constitución de Cádiz; la célebre "Pepa". La heterodoxia de García Pelayo -y de su clan, no lo olvidemos- le lleva a incluir en su película referencias a lo que ha significado Cádiz a lo largo del tiempo, al carácter histórico de la ciudad y a las raíces genéticas de sus habitantes, pero con formas bastante alejadas de rigores académico-didácticos: por ejemplo, se habla de la ciudad más antigua de occidente mientras un boxeador se ejercita en la playa al atardecer, lanzando ganchos y crochets al aire salitroso de la misma forma acompasada en que llegan las olas a una orilla por la que chapotearon algunos fenicios, romanos o bizantinos: gente antigua. Hace menciones a Pericón, Chano Lobato o el escritor Fernando Quiñones; artistas que amaban Cádiz como lo hace el propio García Pelayo: con rotundidad y con desenfado. “Fiel a lo incierto” es un verso de Luisa Grajalva que adopta el director, y que se convierte en el eje que vertebra y define el espíritu de esta película. Pues puede encontrarse en ella una ficción romántica, a veces, o un documental sobre claroscuras calles laberínticas, y jolgorio cotidiano, un musical poco acicalado o ese poema que ya se ha mencionado antes y que nunca se acaba. No valen las definiciones exactas, y menos aún las pegajosas etiquetas, con el cine de García Pelayo en general, y con esta película en particular.





Sí, su precariedad técnica es evidente, y la caligrafía de la cámara y del montaje son a menudo desmañados, ingenuos, bastante cercanos a un amateurismo del que también hacen gala la mayoría de sus intérpretes, pero no es fácil censurar todo ello cuando el propio director declara convencido que es un amante de la pifia. A veces su lirismo puede olernos a impostura por los cuatro costados, y entonces surge algo que se encarga, con salero, de rebatir esta impresión. O de asumirla y burlarla. Lo puede hacer con una chirigota al doblar la esquina, o con un rapsoda que declama contemporáneos cantares de gesta del menesteroso españolito medio; con esas post adolescentes coreutas que van punteando por aquí y entrecomillando por allá. Y, cómo no: con el “tiriti, tran, tran…”. Entonces el ánimo del espectador se ve asediado por una alegría descarnada, y discutirle cosas a este film desde análisis pretendidamente ortodoxos acabará siendo, seguramente, un ejercicio de inanidad. En uno de esos rótulos de texto que aparecen de cuando en cuando sobreimpresionados en los planos de la película y que parecen servir para subrayar, para añadir una lectura más o para cerrar un verso suelto, se dice: “El Carnaval es manifiesto que hay libertá pa salirse de lo corresto”. No queda más remedio que terminar acogiéndose sin titubeos a esta divisa. Tal y como lleva haciendo toda su vida el hombre, el cineasta Gonzalo García Pelayo.

Jose Antonio Montero   
              

sábado, 31 de mayo de 2014

Equilibrio perfecto


Big Bad Wolves

Título original: Big Bad Wolves Año: 2013. Duración: 110 min. País: Israel. Director: Aharon Keshales, Navot Papushado. Guión: Aharon Keshales, Navot Papushado Fotografía: Giora Bejach Reparto: Lior Ashkenazi, Tzachi Grad, Rotem Keinan, Dov Glickman, Menashe Noy, Dvir Benedek.

El gasto en promoción de una película suele ser elevado, desorbitado en ocasiones. Una buena campaña de promoción no te asegura, sin embargo, un gran éxito en taquilla. Pero lo normal es que si es Tarantino –desinteresadamente– el que lo hace, la taquilla la tienes asegurada. Dijo de Big Bad Wolves, película israelí de presupuesto minúsculo, que era, no solo la mejor película del festival de Busan, sino la mejor del año. Impagable. Y claro, situó a la cinta en el centro de todas las miradas y provocó una vorágine de insospechadas consecuencias. Las palabras del director de obras como Pulp Fiction o la reciente Djando desencadenado, seguramente desmesuradas y mal medidas, sí que tienen, en cierto sentido, razón de ser. Al menos si nos atenemos al tipo de cine que realiza Tarantino y a sus peculiares gustos cinematográficos.

El segundo trabajo de los realizadores Aharon Keshales y Navot Papushado consigue, con una gran limitación presupuestaria, volver a salirse de lo establecido con una cinta continuista en cierto sentido con la notable Rabies –primera película de terror del cine israelí–,  su ópera prima. Con evidentes influencias del cine de Tarantino (irreverente, desenfadada, sangrienta, gamberra, con cabida para el humor, con referencias explícitas a cintas como Reservoir Dogs y Malditos Bastardos),  Big Bad Wolves es una cinta tremendamente arriesgada en su propuesta,  que sabe reírse de todo –y de todos–, y que le valió a sus realizadores el premio a la mejor dirección en el festival de Sitges. Existe, hasta cierto punto, un evidente paralelismo con la celebrada Prisioneros de Denis Villeneuve, película que curiosamente se finalizó después, pero que los designios de la distribución quisieron que llegase antes a las salas españolas. La trama se centra, como en aquella, en la persecución y tortura de un presunto –tampoco aquí se admite presunción de inocencia– profesor de religión pedófilo y asesino por parte del padre de la víctima. Pero Big Bad Wolves aborda temas tan poco dados al humor como la tortura, la violencia o la pedofilia, mofándose de ello, satirizándolo. Humor negro –negrísimo–, delirante y cruel. Sin medias tintas, sin contemplaciones.


Desde la escena inicial –ese  juego de niños, aparentemente inocente, con el que se abre Big Bad Wolves y que funciona como prólogo del juego que va a suponer para el espectador la película que se inicia– hasta su potente, aunque aparentemente anticlimático, final, la cinta es puro atrevimiento. En un tono engañosamente serio, brillantemente ejecutado desde el plano visual, dos niñas y un niño juegan al escondite cuando una de ellas desaparece, escondida en un armario. Veremos, tras un corte, que fue asesinada, decapitada y violada. A partir de ahí se desarrolla un thriller poco convencional –en las forma, el tono y el estilo– y gran factura visual, que sabe conjugar a la perfección la comedia y la crueldad. Todo un alarde de equilibrio. Un potente ejercicio de estilo donde lo visual está cuidado hasta el máximo detalle, la música utilizada de forma brillante e inteligente y la violencia tratada de forma aparentemente banal. Al más puro estilo Tarantino. Normal que esté entusiasmado.


Carlos Rico Hernández-Claveríe


domingo, 25 de mayo de 2014

Distancias insalvables



10.000 km


Título original: 10.000 km Año: 2014. Duración: 98 min. País: España. Director: Carlos Marqués-Marcet. Guión: Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet Fotografía: Dagmar Weaver-Madsen Reparto: Natalia Tena, David Verdaguer.

Cada vez más cineastas deciden plantear historias que giren en torno al uso de las tecnologías, a la importancia de estas en el día a día o al menos que éstas tengan un desarrollo fundamental en la historia que se cuenta. Así, Charlie Brooker consiguió, con Black Mirror, crear una serie televisiva que describía la sociedad distópica de un futuro indeterminado provocado por la (mala) utilización de la tecnología. Recientemente, Spike Jonze trató, en una película que encaja perfectamente en el patrón de Brooker, un tema similar en Her, la película que protagoniza Joaquim Phoenix y que recibió el Oscar al mejor guion original. En 10.000 km, drama romántico pergeñado por Carlos Marqués-Marcet, la historia no se desarrolla en un futuro próximo sino en el presente más inmediato. Alex y Sergi, Natalia Tena y David Verdaguer, son una feliz pareja afincada en Barcelona. Ella, profesora de inglés, sueña con dedicarse algún día a su pasión, la fotografía; él, profesor de música, estudia para sacarse unas oposiciones. Ambos buscan su primer hijo. Un inesperado mail rompe con la tranquilidad del ambiente y de la relación: Alex ha recibido una beca de fotografía en Los Ángeles. Él se queda en España. Y ella, claro, se va.

El viaje transoceánico que emprende la protagonista, convierte la ópera prima de Carlos Marques-Marcet —premiado con la Biznaga de Oro, mejor atriz, dirección y guion novel en el Festival de Málaga— en una sucesión de días capitulados. La relación de pareja queda entonces limitada a las posibilidades comunicativas de la tecnología. Tecnología que funciona aquí como una herramienta tremendamente útil para salvar la distancia que separa a la pareja, como el único sistema para comunicarse —y verse— en tiempo real, la única esperanza a su separación. A diferencia de Black Mirror y, en menor medida, de Her, aquí el planteamiento es optimista y esperanzador, la tecnología es retratada como algo positivo y enriquecedor, como herramienta básica para la supervivencia de las relaciones a distancia, como el único clavo al que aferrarse ante la imposibilidad de verse físicamente.


Y es desde esta perspectiva —aunque limitada, en un principio esperanzadora—, desde la que Marques-Marcet consigue retratar el deterioro de una pareja que sufre por los miles de kilómetros- océano mediante- que les separa. Y ése es el verdadero acierto del realizador catalán, tratar un tema tan antiguo como el amor desde las posibilidades de las nuevas tecnologías, aportando así una perspectiva completamente distinta. Con un presupuesto limitado —la totalidad de la película ha sido rodada en Barcelona- pero con talento e inteligencia, Marcet emplea planos largos- larguísimos en ocasiones— y, cómo no, fijos, en los que es la pareja protagonista —únicos intérpretes del film— la que soporta el peso dramático de la trama. El larguísimo plano que abre la película es brillante y, junto a éste, serán dos escenas resueltas por Marqués-Marcet con maestría (la imposible escritura de un mail por parte de él y la climática y potente escena final), las más destacadas de un film pesimista y desesperanzado en su tramo final, solvente y eficaz, que acaba por convencer al espectador, igual que a la pareja protagonista de que, por mucha tecnología que utilicemos para acercar nuestras vidas, las distancias siguen siendo dolorosamente insalvables y la sensación de proximidad una mera ilusión.


Carlos Rico Hernández-Claveríe

sábado, 24 de mayo de 2014

Trastornos de desarrollo






Godzilla

Título original: Godzilla Año: 2014 Nacionalidad: USA-Japón Duración: 123 min Dirección: Gareth Edwards Guión: Max Borenstein, Dave Callaham Fotografía: Seamus McGarvey Intérpretes: Aaron Taylor-Johnson, Elizabeth Olsen, Bryan Cranston, Ken Watanabe, Sally Hawkins, Juliette Binoche, David Strathairn.



Apareciendo por primera vez en los cines de Japón (Gojira, 1954) de la mano de la poderosa productora Toho, Godzilla se ha convertido con el tiempo en el más popular personaje que haya generado la ficción nipona. Este desproporcionado monstruo atómico, representante de los miedos y traumas sufridos por Japón a raíz del desastre de la Segunda Guerra Mundial, ha aparecido en casi una treintena de filmes y se ha diversificado en otros medios hasta erigirse en figura recurrente de la cultura popular. Exceptuando su patria, en ninguna otra parte del mundo ha llegado a alcanzar tanta celebridad como en los Estados Unidos. Ya en su tercera película, Godzilla llegaba a enfrentarse sobre el Monte Fuji con un icono americano: el mismísimo King Kong (Kingu Kongu tai Gojira, 1962; aunque esta sea una versión un tanto diferente a la del gorila gigante que Merian C. Cooper creó en 1933), en un film que contó en su equipo de producción con algunos profesionales estadounidenses (entre otros, nada menos que Henry Mancini). Adaptándose sus filmes especialmente para el consumo anglosajón, este daikaiju (gran monstruo) nunca se desvinculó sin embargo de su productora madre ni de su país, hasta que en 1998 Roland Emmerich presentó la primera película netamente norteamericana sobre el personaje. Siendo desde el primer momento considerado por fans de la saga original como una versión apócrifa de Godzilla, el film produjo una respetable cantidad de dólares, pero satisfizo a pocos, y el “Rey de los Monstruos” acabó por retornar a su archipiélago de nacimiento. Ahora, dieciséis años después, llega una nueva versión norteamericana, esta vez coproducida con Japón, y que parece contar con todo a su favor tanto para hacer honor a la leyenda del personaje como para entregar lo que tal vez sea el ejemplo que más se ajuste, en literalidad, al tan socorrido como anhelado concepto del blockbuster.

Gareth Edwards, un director que pudo hacerse cargo de esta enorme –es inevitable el término- producción tras demostrar interesantes cualidades para la puesta en escena (aunque todavía algo impersonales: puede apreciarse claramente en su estilo la huella -y los tics- de Spielberg entre otros) con el intimismo apocalíptico de Monsters, su anterior y alabado trabajo, ha de afrontar la papeleta de realizar un guión que parece ocupar poco más que el espacio de ese escueto, volátil soporte. La narración se desarrolla siguiendo a rajatabla el esquema en línea recta y los códigos del cine hollywoodiense actual para representar, en una atmósfera ominosa de -algo forzada- circunspección general, una alabanza de la retórica de la catástrofe en clave atómica y, por momentos, pugilística (como bien manda el género del Kaiju-eiga: “películas de monstruos”), en la que el paralelismo entre Hiroshima y Fukushima resulta bastante evidente desde sus secuencias iniciales. Por tanto, este ha de resultar, en la clave canónica del personaje, un contexto propicio para que de las profundidades del océano surja la bestia radiactiva que es Godzilla. Y llega, pero no exactamente con las maneras que se le podían esperar. Parece que después de los estragos reales del presente siglo no nos podíamos conformar con una simple demostración más de la precariedad humana ante lo imponente, y el monstruo despierta de su letargo, no con un afán de destrucción ciega, sino para restablecer, nada menos, el equilibrio natural de las cosas sobre este planeta. Sorprendentemente, Godzilla no se pone manos a la obra eliminando, como sería lógico, al principal causante de dicho desequilibrio, e ignora a los humanos para enfrentarse a otros monstruos más a su –antediluviana- medida. Después de la muerte de Dios el mundo encuentra en Godzilla un sustituto, un nuevo ser supremo que se encargue de evitar que retrocedamos a la edad de piedra (como en un momento de la película afirma el desaprovechado Bryan Cranston), y de imponer el monoteísmo con unos métodos, todo hay que decirlo, bastante bíblicos.



Gracias a sus ideas visuales, Gareth Edwards (que deja varios momentos magníficos) consigue hasta cierto punto rebelarse contra la tendencia a la homogeneización de una Gran Industria cada vez más constreñida. No quiere decirse ni mucho menos que por dicha beligerancia creativa el director llegue a conseguir alcanzar completamente la parcela del blockbuster de autor que se esperaba alcanzase, y que sus primeras imágenes anunciaban. El film se queda en un camino intermedio; el mismo donde otras megaproducciones ya olvidadas se oxidan en cada uno de sus recodos. Aunque inocuo, sí que acaba resultando ser un trabajo digno, en sí mismo y a su pesar, hecho, o cuanto menos pergeñado, a salto de mata, donde se “localizan y construyen sets antes de disponer de un guión acabado” (Edwards dixit) y los personajes son, sobre todo los supuestamente reales, meramente y una vez más figuras articuladas sin alma en la mano de niños a quienes pagan por jugar sin usar la imaginación. Un film técnicamente sobresaliente, pero estéril desde su origen; asfixiado tanto por su heredada iconicidad como por la expectación creada, y recibido finalmente, signo de los tiempos, con el ánimo ya saciado. Puro cine de hoy en día; ese es su gran problema. 
En una reciente entrevista el escritor estadounidense Don DeLillo (una de las figuras centrales del posmodernismo en la literatura) considera que sentirse fascinado por la destrucción y la violencia forma parte de la naturaleza humana, y que es algo que puede explicarse fácilmente si pensamos en que es algo que, habitualmente, no forma parte de nuestras vidas, con lo cual resulta fascinante cuando lo vemos. Puede que ese sentimiento de fascinación se esté extinguiendo, si no lo está ya. Ya es tópico decir que, como espectadores de cine, y como cada vez más pasivos espectadores de una realidad transmedia, se nos somete -o nos sometemos- periódicamente a ingentes cantidades de destrucción y violencia en todas sus variantes, en una suerte de bufet libre que termina formando parte de nuestras vidas de una manera indigesta. En el manga I Am A Hero de Kengo Hanazawa se describe de una manera muy afortunada esta situación al retratar cómo en la alienada sociedad japonesa actual sobreviene repentinamente el caos absoluto. En él, todos los valores se desmoronan, y por todas partes la gente muere y revive horriblemente. Pero lo que hace a la historia escalofriante es que, aun enfrentando los que quizás sean sus últimos días, los supervivientes se siguen comportando más o menos de la misma forma anodina previa al desastre. Como si vivir o morir no creara conflicto. Como si no pasara gran cosa o todos padecieran una enorme sordera mental. ¿Demasiado surround?


Jose Antonio Montero