lunes, 16 de junio de 2014



Los hijos de Marx y la Coca-Cola

Masculino, femenino (Masculin, féminin: 15 faits précis). Año: 1966. Duración: 103 minutos. País: Francia. Director: Jean-Luc Godard. Guión: Jean-Luc Godard (Historia: Guy de Maupassant). Reparto: Jean-Pierre Léaud, Chantal Goya, Marlène Jobert, Michel Debord, Catherine-Isabelle Duport, Eva-Britt Strandberg, Birger Malmsten, Yves Afonso, Henri Attal, Brigitte Bardot, Antoine Bourseiller, Chantal Darget, Françoise Hardy, Med Hondo, Dominique Zardi. Productora: Coproducción Francia-Suecia



¿Por qué "Masculino, femenino"?

Más que tratarse de una obra despreciada por la crítica, de hecho, Jean-Pierre Léaud ganó el Oso de Plata a Mejor Actor y la película el Premio Interfilm (Mención de Honor) en el Festival de Berlín del año 1966, se trata, desde mi punto de vista, una obra desconocida e infravalorada y, aunque se trata de una película con pretensiones modestas, la considero una obra muy valiosa dentro de la obra de Godard.

Contextualización dentro de la obra de Godard

Película puente dentro de la obra de Godard entre toda su primera época (1960-1966) donde se hallan sus obras más reconocidas ("Al final de la escapada", "Vivir su vida", "El desprecio", "Banda Aparte", "Alphaville" o "Pierrot el Loco") y la época (1966-1967) donde comienza con un mayor radicalismo político ("Made in USA", "La Chinoise", "Week End") antes de su incorporación al movimiento maoísta y donde progresivamente va abandonando las historias de ficción para mostrar ensayos fílmicos de gran radicalidad.

Argumento

La base "dramática" de la película se encuentra en dos relatos de Maupassant al parecer irreconocibles en el resultado y que rápidamente fueron desechados en favor de la lógica impuesta por el propio film. La película, estructurada como indica el propio título original en base a 15 momentos/exposiciones de ideas/anotaciones, cuenta la historia de Paul (Jean-Pierre Léaud), un joven idealista, intelectual, activista de izquierdas, que acaba de terminar el servicio militar. Conoce a Madeleine (Chantal Goya), una joven atractiva, independiente, que aspira a ser cantante pop, y trata de conquistarla.

Análisis de la película

En cuanto al contenido, con un tono fresco y divertido (una de las películas más divertidas de Godard), pero con un fondo melancólico, es un fiel y moderno retrato de la juventud francesa de la época, casi un retrato sociológico de las inquietudes, las aspiraciones de los jóvenes franceses nacidos tras la II Guerra Mundial en lo referente a temas amorosos, sexuales, laborales, políticos, de derechos humanos, sociales, etc. De esta forma, en la película se mezclan con total naturalidad las historias particulares de los protagonistas con historias generales: la guerra de Vietnam, la píldora anticonceptiva, la falta de apoyos a los jóvenes para realizar estudiar superiores, la división de clases, las luchas obreras, las huelgas, etc. 

Godard, presenta a ellos como seres idealistas, con reivindicaciones políticas. Paul (Jean-Pierre Léaud) es una prolongación del personaje de Antoine Doinel de Truffaut, ese personaje conmovedor por su fragilidad, por su torpeza adolescente que encarna el malestar de la juventud de antes del '68, tan desnortada como rebelde, en busca de un ideal revolucionario y de una relación auténtica con mujeres jóvenes siempre inasibles e incomprensibles. Y presenta a ellas como seres alegres, independientes, deseosas de emular el "American way of life". Madeleine (Chanta Goya) es una joven que como ella misma se define, le gustan los Beatles y Bach, es muy juvenil, casi no se maquilla, viste moderno con zapatos bajos y le encanta que en EEUU digan de ella que es parte de la "generación Pepsi". El mejor resumen es uno de los intertítulos que aparece en un momento de la película: "Esta película podría llamarse... Los hijos de Marx y de la Coca-Cola".

En cuanto a la forma, se trata de un film-ensayo que juega con la mezcla de géneros y el trasvase de información entre lo documental y lo ficticio pero sin sentir de ningún modo la rigidez de los planteamientos teóricos, de la que suelen adolecer en numerosas ocasiones sus descendientes. Heredera del estilo de Jean Rouch y germen de los ciné-tracts del '68, es una propuesta donde Godard se resiste todavía a abandonar por completo los cauces de la ficción, pero que preludia la vía formal que tomará Godard más adelante.


Escenas

Escena 1 (del 2m.30s. al 6m.27s.): Encuentro en el café 
Godard nos presenta el encuentro de Paul y Madeleine en un café parisino.

Escena 2 (del 14m.22s. al 19m.25s.): Conversación en el periódico
Conversación en el periódico, donde Paul intenta que Madeleine salga con él esa noche.

Escena 3 (del 21m.38s. al 23m.08s.): Embajada Americana
Paul y sus amigos van a la embajada americana a desplegar sus consignas anti-americanas. 

Escena 4 (del 50m.00s. al 52m.45s.): En el piso de las chicas
Paul cena con Madeleine y sus compañeras de piso y finalmente se van juntos a la cama, pero tienen que compartir cama con una de sus compañeras de piso.  

Escena 5 (del 55m.21s. al 01h.01m.53s.): Entrevista con la chica
Paul, que en ese momento trabaja haciendo encuestas, entrevista a "la chica del año" del periódico. (*)

Escena 6 (del 01h.14m.52s. al 01h.17m.17s.): En el cine
Paul va al cine con Madeleine y sus amigas y se rebela contra la mala proyección de la película.

Escena 7 (del 01h.30m.24s. al 01h.35m.00s.): En el estudio de grabación
Paul y una de sus compañeras de piso van a ver a Madeleine durante la grabación de su disco, y posteriormente ella es entrevistada por un reportero para la radio.


(*) Como curiosidad, aunque la película no puede encuadrarse dentro del movimiento de la "Nouvelle Vague" (que está comprendido entre febrero-marzo de 1959 y comienzos de 1963), pero con Godard como gran referente de este movimiento y la película que toma muchos elementos del mismo, la expresión "Nouvelle Vague" aparece por primera vez como un eslogan en la portada de Octubre'57 del semanario L'Express, "La nouvelle vague arrive", en un número donde se muestran los resultados de una encuesta sociológica sobre los fenómenos generacionales. Esta escena podría reproducir una de las entrevistas reales que se produjeron en aquel momento y que formaron parte de dichas encuestas.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra



domingo, 15 de junio de 2014

La dictadura de la imagen

The Congress
Título: The Congress. Año: 2013. Duración: 120 min. País: Israel. Género: Ciencia Ficción. Drama. Cine dentro de cine. Animación. Dirección: Ari Folman. Guión: Ari Folma (Novela: Stanislaw Lem). Música: Max Richter. Fotografía: Michal Englert. Reparto: Robin Wright, Harvey Keitel, Danny Huston, Paul Giamatti, Frances Fisher, Kodi Smit-McPhee, Michael Landes, Sami Gayle, Matthew Wolf.


En Vals con Bashir (Folman, 2008), con todo lo que tenía de documental y de auto-exorcismo artístico de inspiración psicoanalítica, ya había una voluntad de revestir la narración con algunas constantes descriptivas y estéticas de la distopía de tintes apocalípticos. La animación rostoscópica (técnica que se basa en la captación previa de la acción con actores reales), proporcionaba una paradójica apariencia irreal que lo transformaba todo dándole a la imagen del conflicto bélico un carácter sofisticado de alcance expresionista. Si muchos de los escenarios de Vals con Bashir parecían sacados de las páginas de J. G. Ballard (esas ciudades muertas, el aeropuerto vacío, desolado), en The Congress se inspira directamente, aunque lejos de hacer una adaptación literal, en otro gran escritor de ciencia ficción, Stanislaw Lem, y en su novela El Congreso de Futurología (1971). En el texto de Lem, la reflexión giraba en torno al poder farmacológico para moldear la realidad y controlar a la población, mientras que en la película, Folman acaba trazando una reflexión sangrante sobre el poder de las imágenes, su frívola utilización con la intención de obtener una seducción fácil, y su incontrolable y autónoma construcción mitológica representada por unos iconos instalados peligrosamente en el subconsciente de todo el público.

El mundo de The Congress presenta a la industria cinematográfica casi como si de un poder político se tratara. La nueva revolución no está en la ideología ni en el cambio social, parece decirnos Folman, sino en la imposición de nuevas formas de relacionarse con las imágenes de nuestro ocio, tan seductoras y absorbentes que supondrían para el poder que las impusiera la conquista absoluta del corazón y la mente del ser humano. Miramount (evidente referencia a Miramax y Paramount), la productora que está llevando a cabo dicha revolución, contrata a Robin Wright (interpretándose a sí misma), para escanearla y crear un avatar digital perfecto, conservado eternamente joven con el que casi pueden hacer lo que quieran. La actriz real, por supuesto, deberá dejar de actuar. Toda esta primera parte pone en situación y desarrolla en poco menos de 45 minutos un brillante discurso sobre la canibalización de las estrellas y la progresiva deshumanización de la industria de Hollywood, pero, tras un salto temporal de veinte años, la película se parte en dos. Abandonamos la  imagen real y nos sumergimos en una animación alucinada, psicodélica. La farmacología parece permitir inmersiones en mundos animados en los que cada uno tiene el aspecto del avatar que elija. El congreso del título se celebra en un espacio virtual animado donde se ha de anunciar la revolución definitiva: un elixir que permite beberse a los actores, a los personajes, ser ellos (el cada vez más frecuente ocio onanista llevado a sus últimas consecuencias). Miramount pretende imponer la alucinación como realidad y mundo a habitar revelándose como el poder absolutista que crea una dictadura de lo irreal, basada en la promesa de la felicidad pura, la expresión más íntima del yo, y la disolución del ego, términos contradictorios que enmascaran la pretendida alienación de las personas, que prefieren ser avatares de John Wayne o Jesucristo a representarse a sí mismos, porque en este mundo nadie se ve como realmente es sino como le han enseñado a querer verse.

Todo esto ya resulta apabullante, pero hay mucho más. Estéticamente, casi subyuga más que el anterior film del director israelí. Los personajes principales están rotoscopiados (en un inteligente paralelismo de Folman y su actriz con la primera trama –qué tiene varias- de la película), y recuerdan a cierta animación del underground norteamericano: quizá hay ecos en el diseño o en el trazo del Ralph Bakshi de Wizards (1977), o de American Pop (1981), o del Heavy Metal de Potterton (1981), pero la muy variada fauna que habita la zona animada parece basarse en los más diversos modelos de la historia de la animación, de Dave Fleischer a Las Supernenas (McCracken, 1998). El sustrato filosófico y la técnica rotoscópica como inversora de texturas de la realidad, hacen inevitable la comparación con el Linklater de Waking life (2001) y A Scanner Darkly (2006). Además, en la parte animada la narración se contamina también de alucinógenos, como la cabeza de Robin Wright, y se vuelve fragmentaria y caótica, sin subrayar los cambios de realidad a sueño o los confusos saltos temporales. La desorientación argumental obtenida es idéntica a la experimentada por la protagonista pero, como ella, también se asiste a un desaforado derroche de imaginación, una frondosidad visual infrecuente acompañada por la delicada banda sonora de Max Richter (responsable de la también esplendida y conmovedora música de Vals con Bashir).


The Congress aborda la distopía a través del ocio -con otro referente animado como Wall-E (Stanton, 2008), como ejemplo más reciente del mismo tema-, el control de una población sometida a la química por las imágenes y la ilusión del yo que les proporciona, y el impacto de la iconografía fílmica en nuestros subconscientes, pero también es el bello homenaje a una actriz algo olvidada. Una actriz, una mujer, una madre, porque ese es otro de los temas de la película y el que tiene un desarrollo más emotivo, el del amor materno-filial, la epopeya de la búsqueda que culmina en un final deslumbrante y catártico. The Congress tiene tantas capas y tantas formas de ser abordada y entendida que se convierte por sí sola en un hermoso y complejo enigma a debatir, aunque quizá nada de lo que se diga importe mucho, porque la experiencia es tan emocional y profunda que lo mejor que se puede hacer es zambullirse en ella y experimentarla.   


Miquel Zafra

sábado, 14 de junio de 2014

Solamente existir


Post Tenebras Lux
Título: Post Tenebras Lux. Año: 2012. Duración: 120 min. País: México Género: Drama. Vidarural. Cine experimental Dirección: Carlos Reygadas. Guión: Carlos Reygadas. Música: Gilles Laurent. Fotografía: Alexis Zabe. Reparto: Adolfo Jiménez Castro, Nathalia Acevedo, Willebaldo Torres, Rut Reygadas, Eleazar Reygadas.


La óptica que se encarga de fotografiar la mayor parte (los exteriores), de Post Tenebras Lux (2012), no pretende captar la textura transparente de nuestra mirada, sino trastocarla utilizando un efecto de biselado que sólo enfoca con nitidez el centro del plano mientras emborrona y duplica los márgenes. Esta solución estética, en absoluto arbitraria pero sí radical, parece responder a la necesidad de su director, Carlos Reygadas, de introducirnos en un limbo espacial y temporal en el que todo es simultaneo y en el que la realidad se disuelve para transmutarse en puro flujo de conciencia subjetiva, conciencia que divaga por una vida llena de recuerdos pasados, futuros, reales, soñados o especulados. Su filiación con Tarkovsky es confesa y notable. La variedad resultante de temas y lecturas acaba siendo sorprendente y apasionante.  

En el centro de la vaporosa narración, una familia de clase alta se muda al campo, donde vive rodeada de animales y campesinos a los que contrata para diversos trabajos. Juan, el padre, será el punto de vista que observa como todo su mundo se desmorona irremediablemente, como si en el código genético humano estuviera inscrita la decadencia del espíritu al abandonar la infancia.
Que los dos hijos sean los de Reygadas, que casualmente la mujer, Nathalia, se llame como su verdadera mujer, y que la grabación se haya llevado a cabo en la propia finca del director (una casa situada en medio de la exuberante vegetación de Tepoztlán), no hace sino acentuar el carácter íntimo y autorreflexivo (aunque no autobiográfico), de la obra. Reygadas no es necesariamente Juan, aunque éste ocupe su rol familiar y sus preocupaciones y añoranzas puedan ser las mismas. Si bien en esta fascinante película hay sitio para la lectura social (la evidente tensión y violencia entre clases, elemento constantemente presente en la obra del autor mejicano), lo que realmente planea a lo largo de todo su metraje es el placer puro de la infancia y lo que duele perderla porque, después de eso, el mal se apodera de toda percepción. El inicio es bellísimo: Rut, la hija pequeña de Reygadas, corre por un prado de tonos rosa persiguiendo vacas y perros mientras atardece y la vanguardia de rayos y truenos empieza a enunciar la inminente tormenta. En ese gozo absoluto que experimenta la niña (y que la cámara, siempre a su altura, registra con virtuosismo), está cifrado todo el universo de la primera infancia que, como el propio Juan dice anhelante en su monólogo final, sólo consiste en existir.

De nuevo, como en sus tres películas anteriores, Reygadas recurre a no actores que inundan de naturalismo casi documental muchas de las secuencias, pero todo está teñido de poesía y subjetivismo. Enclava los espacios en un infrecuente, a día de hoy, formato cuadrado que resalta la verticalidad de las figuras humanas y de los omnipresentes árboles. El sonido, minimalista y muy trabajado, construye una atmósfera orgánica que se retuerce sobre sí misma y que acompaña a una narración agujereada por constantes saltos temporales y espaciales (la preciosa secuencia de la playa, narrada a dos tiempos, un futuro posible, un incierto presente), y, aparentemente, argumentales (las dos secuencias de rugby, probablemente recuerdos del propio Reygadas proyectados en la infancia de Juan como exponentes de su pasión perdida). Esta estructura, en apariencia caótica, no está tan lejos de los atrevimientos fragmentarios presentes en la literatura modernista latinoamericana, de Rulfo a Cortázar pasando por Lezama Lima.
Es posible que no sea este un film de símbolos complejos como pudiera parecer en un primer momento, sino más bien uno de imágenes poéticas que evocan significados literales. Y esto también resulta una valentía y un acierto. De esta forma, el demonio con caja de herramientas que aparece en dos secuencias entrando a una indeterminada casa (¿la de la infancia de Juan?), parece ser la confirmación visual, por parte de Reygadas, de que cuando la infancia va quedando atrás, el mal y la confusión afloran para quedarse, ya sea con los rasgos de la insatisfacción, de la desigualdad, del sadismo o de la violencia. La imagen resulta tosca pero potente: el demonio, sigiloso, se introduce en la habitación de un matrimonio que duerme en su cama. El impacto y la fuerza residen en la mirada de un niño, que ve como el mal se encierra en el cuarto de sus padres, quizá comprendiendo aterrado que eso es lo que, al crecer, inevitablemente le espera.

Miquel Zafra

domingo, 1 de junio de 2014

La ciudad de la alegría




Alegrías de Cádiz


Título original: Alegrías de Cádiz Año: 2013 Nacionalidad: España Duración: 117 min Dirección: Gonzalo García Pelayo Guión: Pablo García Canga, Iván García Pelayo Fotografía: José Enrique Izquierdo Intérpretes: Fernando Arduán, Óscar García Pelayo, Jeri Iglesias, Marta Peregrina, Beatriz Torres.




Homenaje rendido a la ciudad de Cádiz y a todo lo carnal que en ella bulle, Alegrías de Cádiz se hace dueña por derecho de su condición de rareza, y representa además el regreso, después de tres décadas de silencio, de un outsider de nuestro cine: Gonzalo García Pelayo. Acreedor como muy pocos al apelativo de polifacético; pues entre otras cosas ha sido productor musical (considerado como uno de los principales forjadores de aquel movimiento surgido a finales de los sesenta que vino en llamarse “rock andaluz”, y que tantos nombres míticos ha dejado para la historia de la música y la cultura españolas), locutor de radio, presentador, pesadilla de croupiers del mundo entero... y director de cine que irrumpiría en paralelo a la Transición encarnando el espíritu aperturista de ese tiempo desde una postura absolutamente lúdica e independiente. Entrelazada su trayectoria con la del fértil movimiento contracultural andaluz, no ha dejado sin embargo de considerarse a sí mismo como un cineasta incomprendido y desterrado por la industria. Y habría que añadir, hasta hace bien poco, olvidado por el público. Ahora, aunque sea de una manera minoritaria, hay una audiencia nueva que ve en su cine formas que le seducen; tal vez se deba a la atracción que ejerce su tremendamente libérrimo espíritu, su vibrante imperfección. Un cine a flor de piel que se echaba en falta hasta hace poco y que, en cierta manera, se necesitaba; como se necesita también la alegría en un tiempo de pura negación de la misma.


 Las alegrías son un palo del flamenco de carácter festivo, características de Cádiz y, según parece, con origen en la jota navarro-aragonesa que llegó a la ciudad durante la ocupación francesa. Dicen los flamencos que cantando por alegrías se van las penas. Al ver Alegrías de Cádiz queda claro que también puede aplicarse lo mismo al proceso de un rodaje y a una forma de narrar, y, más que de narrar, de recitar, de hablar como Jeri -a quien podría considerarse hilo conductor del film, si esto se pudiera considerar con un film como este-, el zigzagueante maestro de póquer y amante del amor; de hablar y decir como pelotas de goma, con vida plena. La película es un largo poema vitalista, desacomplejado hasta el extremo, de alabanza enamorada a una ciudad y a la mujer. Tema central en la obra de García Pelayo, lo femenino y la mujer –como ser que se aproxima a lo supra terreno- es su plano fijo, y postra siempre que puede su cámara ante ella. Lo que aquí hace desde las primeras imágenes (tras un prólogo que nos presenta una panorámica de Cádiz y de su soleada bahía desde el sosiego de su corta estatura) proponiendo en primer lugar una re-visitación de Vivir en Sevilla (1978) al recrearse, como hizo en aquella, en el rostro de las actrices mientras se someten al proceso de casting de la propia película. Cuatro actrices (aunque solamente una de ellas sea profesional) a las que las indecisiónes del director hacen que finalmente se las escoja para un mismo papel, el de Pepa; encarnación de los matices y pieles de la gaditana, y trasunto sensual de la Constitución española de 1812, conocida como La Constitución de Cádiz; la célebre "Pepa". La heterodoxia de García Pelayo -y de su clan, no lo olvidemos- le lleva a incluir en su película referencias a lo que ha significado Cádiz a lo largo del tiempo, al carácter histórico de la ciudad y a las raíces genéticas de sus habitantes, pero con formas bastante alejadas de rigores académico-didácticos: por ejemplo, se habla de la ciudad más antigua de occidente mientras un boxeador se ejercita en la playa al atardecer, lanzando ganchos y crochets al aire salitroso de la misma forma acompasada en que llegan las olas a una orilla por la que chapotearon algunos fenicios, romanos o bizantinos: gente antigua. Hace menciones a Pericón, Chano Lobato o el escritor Fernando Quiñones; artistas que amaban Cádiz como lo hace el propio García Pelayo: con rotundidad y con desenfado. “Fiel a lo incierto” es un verso de Luisa Grajalva que adopta el director, y que se convierte en el eje que vertebra y define el espíritu de esta película. Pues puede encontrarse en ella una ficción romántica, a veces, o un documental sobre claroscuras calles laberínticas, y jolgorio cotidiano, un musical poco acicalado o ese poema que ya se ha mencionado antes y que nunca se acaba. No valen las definiciones exactas, y menos aún las pegajosas etiquetas, con el cine de García Pelayo en general, y con esta película en particular.





Sí, su precariedad técnica es evidente, y la caligrafía de la cámara y del montaje son a menudo desmañados, ingenuos, bastante cercanos a un amateurismo del que también hacen gala la mayoría de sus intérpretes, pero no es fácil censurar todo ello cuando el propio director declara convencido que es un amante de la pifia. A veces su lirismo puede olernos a impostura por los cuatro costados, y entonces surge algo que se encarga, con salero, de rebatir esta impresión. O de asumirla y burlarla. Lo puede hacer con una chirigota al doblar la esquina, o con un rapsoda que declama contemporáneos cantares de gesta del menesteroso españolito medio; con esas post adolescentes coreutas que van punteando por aquí y entrecomillando por allá. Y, cómo no: con el “tiriti, tran, tran…”. Entonces el ánimo del espectador se ve asediado por una alegría descarnada, y discutirle cosas a este film desde análisis pretendidamente ortodoxos acabará siendo, seguramente, un ejercicio de inanidad. En uno de esos rótulos de texto que aparecen de cuando en cuando sobreimpresionados en los planos de la película y que parecen servir para subrayar, para añadir una lectura más o para cerrar un verso suelto, se dice: “El Carnaval es manifiesto que hay libertá pa salirse de lo corresto”. No queda más remedio que terminar acogiéndose sin titubeos a esta divisa. Tal y como lleva haciendo toda su vida el hombre, el cineasta Gonzalo García Pelayo.

Jose Antonio Montero