lunes, 25 de noviembre de 2013



La fría y dura infancia

SisterAño: 2012. Duración: 97 min. País: Suiza. Director: Ursula Meier. Guión: Ursula Meier. Reparto: Kacey Mottet Klein, Léa Seydoux. Productora: Coproducción Suiza-Francia; Archipel 35 / Véga Films




La historia del cine nos demuestra que la cinematografía europea ha estado siempre muy atenta en captar la realidad social de su tiempo. Estamos hablando del comúnmente conocido como cine social, que plantea estéticamente un cine sin artificios y que conlleva un importante componente ético y moral en la relación de los artistas con la sociedad. Este cine tuvo su máxima expresión, tras la devastación motivada por la II Guerra Mundial, en la Italia de la posguerra a través del "Neorrealismo italiano" con maestros como Roberto Rosellini o Vittorio De Sica. En España, en ese momento contamos con un referente, Juan Antonio Bardem, que mostró los problemas sociales derivados de nuestra posguerra. Posteriormente, en torno a los años 60, se produjeron diferentes movimientos relacionados con este tipo de cine en países como Checoslovaquia o Hungría. El más destacado se desarrolló en Inglaterra, el denominado "Free cinema", a través de directores como Lindsay Anderson o Tony Richardson. El realismo social británico tuvo su continuación en los años 90 con directores como Ken Loach, Stephen Frears o Mike Leigh. Hasta llegar a nuestros días, donde son numerosos los directores repartidos por toda Europa (con el inevitable referente de los belgas Dardenne o en nuestro país de Fernando León de Aranoa) que presentan películas comprometidas con los problemas de los tiempos actuales.

En 2008, la francesa-suiza Ursula Meier, hasta entonces asistente de dirección de Alain Tanner, además de guionista-directora de cortos muy premiados y de trabajos para televisión, debuta con la interesante "Home, ¿dulce hogar?" (2008), una película que nos narraba con veracidad, pero al mismo tiempo con un punto de surrealismo la historia de una familia poco convencional que vive junto a una autopista. A través de metáforas bien logradas ya nos mostraba su interés por la familia y otros problemas derivados de la sociedad contemporánea. En "Sister", su segunda película, que recibió una mención especial en el Festival de Berlín, se desprende de todo artificio, y nos presenta la dura historia de Simón, un niño de 12 años que roba en una lujosa estación de esquí. En la ladera de la montaña, en una desangelada torre de edificios vive con su hermana mayor, una joven perdida y desorientada con la que actúa de una manera casi paternal (interpretada por Léa Seydoux, actualmente en cartel también por la maravillosa "La vida de Adèle") e intenta revender el material robado para poder subsistir. Unas pocas frases, en el siguiente dialogo, nos resumen el espíritu de la película: "¿Por qué robas? No lo sé. Para comprar cosas. ¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿Juguetes? ¿Dvds? ¿Videojuegos? No, señor. Comida, papel higiénico, leche, pasta, cosas así".

"Sister" es el frío de las montañas nevadas, pero también el frío emocional de un niño falto de amor y cariño. La película nos remite a otras películas de niños desamparados como el Edmund de la gran "Alemania, año cero" (1948) de Roberto Rosellini o el caso más recientemente del Cyril de "El niño de la bicicleta" (2011) de los hermanos Dardenne donde se profundiza sobre la infancia y las consecuencias de un núcleo familiar inestable. Meier, con la estética, la ética y el ritmo narrativo del buen cine social, ha hecho una película dura, seca, realista pero que encierra y nos transmite una contenida emoción a medida que vamos siguiendo las andanzas del joven Simón. Acaba la película y uno se da cuenta lo cerca que se encuentran dos mundos, el acomodado y el precario. Tan cerca como los dos extremos que separan el trayecto de un teleférico.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra


domingo, 24 de noviembre de 2013

A la intemperie







La Huida

Título original: Deadfall. Año: 2012. Duración: 95 min. País: Estados Unidos. Género: Thriller. Director: Stefan Ruzowitzky. Guión: Zach Dean. Música: Marco Beltrami. Fotografía: Shane Hurlbut. Reparto: Eric Bana, Olivia Wilde, Charlie Hunnam, Kate Mara, Sissy Spacek, Kris Kristofferson, Treat Williams.

“¿Cómo es un hogar?” Se pregunta en voz over, Addison (Eric Bana). O puede que sólo se limite a repetir la cuestión que le hace alguien a quien no vemos ni oímos. Y es esa pregunta la que gravita constantemente sobre la historia. ¿Qué es un hogar? Tal vez una casa de granjeros en el valle, tranquila, solitaria, como la que Addison y su hermana Liza (Olivia Wilde) habitaron en su niñez. Esa es la Arcadia perdida y añorada que estos personajes, vinculados por la sangre y los traumas comunes, desean recuperar a toda costa. Lo que significa que nada ni nadie les detendrá. Tras haber logrado dar un gran golpe en un casino tribal y acompañados de otro compinche, nos encontramos con estos personajes que huyen a través de una carretera nevada en dirección a la frontera de Estados Unidos con Canadá. Todo parece indicar que en unas horas podrán disfrutar libremente de su recién adquirida riqueza y erigir por fin ese anhelado hogar. Pero, atención: esto es un thriller. ¿Y cuántas veces no habremos visto anteriormente una escena similar? Como espectadores más o menos bregados, ya sabemos que las cosas no son tan fáciles y, por supuesto, así es como queremos que sean.

En esta historia existe otro personaje de importancia similar a la que Addison y Liza ostentan: Jay (el emergente pero limitado Charlie Hunnam), un ex boxeador, ex convicto y casi ex hijo. Jay es alguien que busca también su hogar perdido. En su caso sí que existe esa casa en el campo, el hogar del que él hace demasiado tiempo que falta y que aún habitan sus padres (los ya –aunque uno tiene cierto reparo al decirlo por todo lo que ello significa- veteranos Kris Kristofferson y Sissy Spacek). Y por último, quizás en una escala de menor importancia, existe otra familia en el film. La que forman Hanna (Kate Mara) y T. Becker (Treat Williams); que son respectivamente y en este orden: marshalls, hija y padre. Asistimos, por tanto, a tres variantes del modelo familiar alejadas de lo modélico. Pero no estamos ni mucho menos ante un drama sociológico sino ante un thriller de estructura canónica que se cumple a rajatabla. Todos los personajes se hallan dispuestos a lo largo del argumento para acabar, con sus respectivos conflictos internos, convergiendo en un momento u otro, y todos resultarán afectados de alguna manera cuando eso suceda. Sobre un vasto paisaje nevado, unos y otros evolucionarán como si se movieran –cargándose de tensión en cada espacio y con cada movimiento-  dentro de los círculos concéntricos de una gigantesca diana, dirigidos y dirigiéndose hacia un centro común, hasta el posible punto interior de esa diana. Errar o acertar; dar en el blanco cuando todo está cubierto por una espesa y helada capa de nieve puede que sea algo más que un objetivo improbable. Acertar o errar: la eterna cuestión del cine y del cineasta.


 Stefan Ruzowitzky, el director, proveniente del cine alemán y austríaco (país para el que consiguió el Oscar por la discutible Los Falsificadores) afronta su primer largo americano tras haber conseguido una notable serie de éxitos comerciales dentro del mercado europeo. Con un estilo –o, habría que decir, con su ausencia- perfectamente asimilable para el sistema de Hollywood, Ruzowitzky se presenta ahora como otro más de esos directores foráneos, carentes de excesivas ambiciones artísticas que (ejemplos en nuestro propio país abundan) no han hecho otra cosa en realidad que cine americano por los cuatro costados. Por eso este es un paso natural: una producción comercial, de un género preciso, con una serie de estrellas o de rostros reconocibles para el gran público. Una apuesta conservadora, de presupuesto medio, que haya de servir como escaparate para futuros encargos y cimienten así su asentamiento en el mercado americano. El que este trabajo vaya a lograr que tal estrategia culmine exitosamente es algo que está por ver, pues el film se queda a medio camino de todo: su paso por las salas de otros países ha sido poco más que discreto y, sin ir más lejos, en España llevaba ya más de un año esperando en el cajón de la distribuidora, lo que suele ser una señal de la poca confianza que suscita una cinta -titular La Huida (Deadfall es su título original) a esta película en su lanzamiento español, usurpando interesada o desganadamente el título del mítico film de Sam Peckinpah protagonizado por Steve Mcqueen, no puede provocar que se despierte precisamente el interés del espectador medio, y sí la inmediata antipatía del cinéfilo, de cara a su estreno o que se destaque entre tantos otros títulos en la pantalla azulada del monitor de taquilla de multisala-. Desde el lado que nos interesa como espectadores, el film de Ruzowitzky tampoco logra lo que se supone que debe alcanzar un producto de estas características y que no es otra cosa que ofrecer un bien empaquetado rato de evasión con sus picos más o menos moderados de intriga, emoción y tensión. Pero es que esperar eso del espectador cuando este debe enfrentarse con un argumento tan gastado, en el que los personajes son apenas un esbozo de humanidad que tropiezan una vez tras otra en el puro cliché dentro de una trama a la que se le notan las bastas costuras desde el inicio, es pecar de ingenuidad o de ceguera.  
 
Puede que los dos elementos más destacables de este film sean la intensidad intrínseca, la majestuosidad que la nieve confiere a la imagen cinematográfica (una utilización de dicho recurso natural que el cine ya ha empleado en el pasado con mayor o menor fortuna pero que no deja de perder efectividad) y, por otra parte y hablando en términos argumentales, que asistamos a una soterrada, pero a la vez obvia, relación incestuosa mantenida entre los personajes encarnados por Eric Bana y Olivia Wilde. Esta relación, clave durante todo el film, es la que precipita su desenlace. Lamentablemente el guión no se interna o no quiere internarse en una exploración dramática que quizá podría haber dado momentos más interesantes y de mayor entidad. Tampoco contribuye a ello el trabajo de unos protagonistas que se limita a lo funcional en el mejor de los casos. Ese temor o esa incapacidad, unido a la anodina labor de Stefan Ruzowitzky avocan al film al desinterés casi instantáneo, a una evaporación que le sobreviene en cuanto la sala se ilumina y el espectador se interna en el frío real de sus propias calles.            
    

Jose Antonio Montero

Rechazo al diferente


Retornados

Título original: The Returned  Año: 2013 Duración:98 minutos País: España-Canadá. Género: Drama, Thriller,Terror Director: Manuel Carballo Guión: Hatem Khraiche Música: Jonathan Goldsmith Fotografía: Javier Salmones Reparto: Emily HampshireKris Holden-RiedShawn DoyleClaudia BassolsEmily Alatalo,Paulino NunesMelina MatthewsJamie LyleStephen Chambers.

Ocurre a menudo que los géneros, por desgastados, pierden eficacia. Dejan de interesar al espectador si no proponen algo verdaderamente nuevo. La crisis creativa obliga a reinventar viejos géneros. Y en esta nueva búsqueda hay películas, como ocurre con la sorprendente La Cabaña del Bosque, que, con propuestas frescas y originales, consiguen salir indemnes del tedio que supone para el espectador enfrentarse a la enésima película de un género manoseado. Otras en cambio como Retornados, indefinida y confusa en una maraña de géneros, resultan del todo ineficaces en ese intento por aportar frescura.

La arriesgada propuesta de Manuel Carballo en su tercer trabajo, producción hispano-canadiense rodada en inglés, mezcla la crítica socio-sanitaria con un mundo postapocalíptico en el que los infectados evitan la trasformación definitiva en zombis gracias a una proteína de limitadas dosis. Esa escasez provoca inquietud, división y  exclusión social, caos y enfrentamientos. Y la ciencia no consigue dar con una de producción sintética que busca desde hace tiempo. La cinta, que tiene más de drama romántico que de película de género, cuenta a su favor con una hipnótica atmósfera, una fotografía muy cuidada y unos logros técnicos irreprochables, incluso notables.

Son, sin embargo, más numerosos sus desaciertos. La metáfora en forma de crítica socio-sanitaria, donde los infectados representan al rechazado, al diferente, al enfermo no es tan evidente como pretende y termina completamente absorbida por el protagonismo de un drama romántico que no consigue interesar al espectador y que anuncia el declive de la cinta en el momento que se impone al drama social. El espectador espera algo que nunca llega, salvo un giro de guión demasiado evidente y un final que, lejos de ser apoteósico, ni impacta ni deja poso. Ocupado en el drama pasional, tampoco funciona como thriller ‘contrarreloj’, pues apenas queda tiempo para angustiar al espectador. Sin tener un metraje excesivamente largo, resulta tediosa por momentos.

La película se deja ver pero esa indefinición dejará insatisfechos a los amantes del género z, del thriller y del drama romántico, pues no funciona como conjunto ni como división de géneros. Queriendo contentar a todos, sólo lo conseguirá con el público conformista de refresco y palomitas. Es complicado aportar algo nuevo al manido género zombi y el tercer trabajo de Carballo, desafortunadamente, no lo logra.

Carlos Rico Hernández-Claveríe

sábado, 23 de noviembre de 2013

Adiós, Nueva York

Blue Jasmine
Título original: Blue Jasmine Año: 2013 Duración: 98 minutos País: EE.UU. Género: Drama, Comedia Director: Woody Allen Guión: Woody Allen Música: Varios Fotografía: Javier Aguirresarobe Reparto: Cate Blanchett, Alec Baldwin, Sally Hawkins, Bobby Cannavale, Peter Sarsgaard, Louis C.K., Michael Stuhlbarg, Andrew Dice Clay, Max Casella, Tammy Blanchard, Alden Ehrenreich


A lo largo de los últimos años, Woody Allen nos ha acostumbrado a pequeñas obras de honda amargura envueltas en los revestimientos de la comedia más ligera y, en apariencia, sin pretensiones. Eran por lo tanto capsulas de disfrute rápido que a menudo dejaban un poso de reflexión creciente, tejiendo profundos  relatos acerca de las dinámicas pasionales modernas sin parecerlo en absoluto. La película que precisamente abre esta última etapa probablemente sea la excepción a la regla: Match Point (2005), parece nacer ya desde su propia concepción como una obra conscientemente mayor, con un acabado narrativo más férreo, formalmente más sobria que de costumbre, y donde lo que habitualmente en la filmografía del neoyorquino se muestra de forma implícita aquí se vuelve explícito. Marcaba, además, el principio del sedentarismo europeo al que el autor se ha visto abocado económica y geográficamente durante casi una década, si bien es cierto que con vueltas ocasionales a sus orígenes más puros (Si la cosa funciona, 2009 ).

Blue Jasmine parece entroncar con el film protagonizado por Jonathan Rhys Meyers y Scarlett Johansson, porque parcialmente cae en los mismos atributos arriba mencionados y porque, probablemente, venga a cerrar esta etapa, a pesar de que el periplo europeo continúe. Aquí se vuelve a Nueva York pero no de la misma manera en que se volvía, casi desde una perspectiva nostálgica en Si la Cosa Funciona, sino más bien a partir de un tono crepuscular y decadente, en el que La Gran Manzana y lo que en ella sucede es puesto en relación esquizofrénica con otro espacio (San Francisco), otro tiempo (posterior), y otra situación dramática y personal de la protagonista (negativa), que crean un contrapunto constante de saltos temporales cuyos tiempos y acciones se van complementando y en el que, todo sea dicho, no existe un tratamiento del flashback como tal sino que más bien hay dos tiempos que se van alternando.

Si Match Point partía para tratar el arribismo social de la estructura y de varios conceptos de un clásico literario como es Crimen y Castigo, ésta parte del famoso texto teatral de Tenessee Williams, Un Tranvia Llamado Deseo. Como Blanche Dubois, Jasmine (Cate Blanchett), se ha arruinado y no tiene donde caerse muerta. Las dos emprenden un viaje hacia la pobreza y la locura que las aleja del glamour del que tanto se vanagloriaban y del que tanto y tan fatalmente les cuesta desprenderse aun cuando ambas acaban en la miseria esperando infructuosamente a su príncipe azul mientras viven de prestado en el piso obrero de la hermana y el cuñado (siempre embrutecido y primitivo, catalizador de conflictos). Jasmine es una mujer que ha pertenecido, gracias a su matrimonio con un multimillonario especulador inmobiliario, a la jet-set neoyorquina y que ha construido toda su existencia en base a la apariencia y a la cultura del lujo. Es caprichosa, egocéntrica y superficial, prefiere no ver los más que evidentes negocios sucios de su esposo. Cuando todo estalle y éste sea procesado por estafa, el gobierno les retirará todos sus bienes y riquezas convirtiendo a Jasmine en víctima de la crisis que ella pasivamente y su marido activamente han ayudado a crear. Pero Jasmine no llega en tranvía a su nueva vida, llega en avión y en primera clase y ese no poder desembarazarse de su vida pasada será lo que la conduzca hacia su marcada incapacidad para adaptarse al mundo real y, eventualmente, hacia una locura decrépita anclada en la añoranza estática de un universo de grandes edificios felizmente frecuentados por la élite neoyorquina de la que antes ella era orgullosa integrante. Por ello, la figura del príncipe azul que viene a salvarla se antoja imposible. Porque nunca podrá renunciar a la apariencia y por lo tanto a la mentira. Porque consecuentemente construirá cualquier nueva relación sobre un entramado de falsedades que la hagan sentirse deseada no solo por su belleza sino también por su pertenencia a un estrato social determinado. Está atrapada y descontextualizada en un paisaje como el de la ciudad de San Francisco, tan extraño y poco frecuente en Woody Allen, como el ambiente y los pretendientes (de escala social ascendente, un obrero, un dentista y un aspirante a congresista), lo son para Jasmine.

Ciertamente, la película destaca por peculiaridades argumentales anómalas dentro de la filmografía del director, desde su decisión de enclavar la historia en la crisis económica actual dándole un barniz de cierta mirada social realmente inédita en su obra según este tratamiento, hasta  el retrato y composición que hace de un grupo de personajes obreros raramente plasmados en sus películas. Como Cate Blanchett, que realiza una interpretación de antología, a menudo moviéndose en registros extremos o realizando transiciones entre estados de ánimo opuestos con una brusquedad y precisión admirables, Blue Jasmine resulta una película sobria y elegante, muy interesante a varios niveles, formalmente sin novedades  aunque los planos secuencia tan característicos en el cine de Allen (que los hay), hayan cedido paso a un montaje más convencional basado en el plano-contraplano. Sin embargo hay en ella como en Match Point, esa intención de película seria, de obra importante, quizá demasiado medida y que pierde la espontaneidad desenfadada  y humilde de obras anteriores.
Aun así, la sinceridad y potencia del plano final, su detenimiento en ese rostro triste, perdido y roto para el que ya no queda esperanza alguna, supone un cierre prodigioso y bellísimo dentro de la inmensa obra de este gran autor.   


Miquel Zafra

lunes, 18 de noviembre de 2013

¿Es que nadie piensa en los niños?


 El juego de Ender

Título original: Ender’s Game Año: 2013 Duración: 114 minutos País: EE.UU. Género: Ciencia ficción. Estudio: Kurtzman/Orci, eOne Films Director: Gavin Hood Guión: Gavin Hood (Novela: Orson Scott Card) Música: Steve Jablonsky Fotografía: Donald McAlpine Reparto: Asa Butterfield, Harrison Ford, Abigail Breslin, Ben Kinglsey, Viola Davis, Hailee Steinfeld.




Dos jóvenes aspirantes a héroes de guerra experimentan en gravedad cero con sus nuevas armas y flamantes trajes. “¡Dispárame!”, le dice el uno al otro entre la ilusión y la expectación. Al otro lado, observando con atención su maquiavélica obra, jefes militares que ya peinan canas se regodean al ver que este adoctrinamiento, que este entrenamiento disfrazado de videojuego hiperrealista está creando frías e imponentes máquinas de matar.

Como si de una 'chaqueta metálica' de instituto espacial se tratara, 'El juego de Ender' se dedica a subrayar durante su primera hora y media todas las filias armamentísticas y militaristas del pueblo americano en forma de sueño húmedo de gamer adolescente, para esbozar en el tramo final una crítica contra esas mismas instituciones que banalizan la violencia y utilizan a su belicoso antojo a los héroes de usar y tirar que ellos mismos han creado. El enfoque de instituto de secundaria (la soledad del diferente en el comedor, las peleas en los baños...) con que se le dota al entrenamiento constituye un acierto, pues será la forja del líder, con sus correspondientes desaveniencias con los superiores, toma de decisiones, amistades y amores sugeridos lo que mejor funcione. Los juegos de guerra, un remiendo de los partidos de quidditch de la saga de Harry Potter y el alma competitiva de los de 'Top Gun', sirven como preparación para una batalla final que nunca llega, convirtiéndose este Juego de Ender en la hermana sin sangre y sin mala leche de aquella otra crítica intergaláctica incomprendida que fue 'Starship Troopers' o si se prefiere en el equivalente juvenil y fantasioso de 'Jarhead'. Si bien su tesis es loable (recordemos que adapta el clásico homónimo de ciencia ficción escrito por Orson Scott Card), la película queda descompensada, correcta visualmente, con una planificación de escenas cercana a los videojuegos de última generación – algo que su director Gavin Hood ya mostró como seña de identidad en la primera entrega de 'Lobezno' – pero ahogada por su sorprendente falta de acción, sus excesivas explicaciones en forma de peroratas y por un final verdaderamente anticlimático tanto para sus jóvenes y confundidos protagonistas como para los espectadores. Hay una base interesante y compacta para crear una saga, en especial por la fuerza que pueden insuflar los personajes de Harrison Ford y Ben Kingsley, pero aparece diluida, tan sólo esbozada en esta primera cinta que no entrega la suficiente épica ni diversión que su público potencial podría esperar, y que tampoco cuaja una crítica convencida contra el autoritarismo y el adoctrinamiento militar, pues al igual que los jóvenes soldados parece más fascinada por la mística de la guerra que por su abolición.

José Colmenarejo


La mirada en el espejo de una generación

StockholmAño: 2013. Duración: 90 min. País: España. Director: Rodrigo Sorogoyen. Guión: Rodrigo Sorogoyen, Isabel Peña: Reparto: Javier Pereira, Aura Garrido. Productora: Caballo Films / Tourmalet Films / Morituri




Ante la complejidad reinante en estos tiempos que corren para poner en marcha nuevos proyectos cinematográficos, nos estamos encontrando en nuestro país con una nueva generación de cineastas, jóvenes talentosos y con ideas, que se están sublevando a los medios tradicionales de financiación y distribución para sacar adelante sus proyectos. Encontramos el caso reciente de Jonás Trueba y su película "Los Ilusos" (2013) producida a través de las aportaciones de amigos y sin más distribuidor que el propio director, literalmente película en mano, presentando la película en festivales y cinetecas. O el caso que nos ocupa, donde Rodrigo Sorogoyen, hasta ahora director de series de televisión y codirector de la interesante "8 Citas" (2008), recurre al "crowdfunding" (aportaciones de la gente a través de internet) para poder completar la financiación de su película.

"Stockholm" comienza con una fiesta, la mirada triste y melancólica de una chica y un atrevido joven dispuesto a conquistarla. Y a partir de ahí, pasamos a contemplar un juego de seducción a través de un paseo por la noche de Madrid que nos recuerda inevitablemente a Linklater y su "Antes del Amanecer" (1995). Pero la noche se torna en día, y el romanticismo y la magia, se tornan en realidad y en suspense. La película vira, el tono, la luz, los personajes cambian radicalmente hasta llevarnos a su sorprendente y valiente final. No conviene profundizar más en esta segunda parte, ni en sus referencias, para no condicionar al espectador y que éste llegue con la mirada lo más limpia posible a este punto. Cabe mencionar una secuencia, magistral, ésa en la que ella se mira en el espejo del baño y que nos referencia al título de esta crítica.

Estamos ante un guión que maneja los dos tiempos de la película con coherencia y sutileza, con unos diálogos cercanos y reconocibles, acompañados por una puesta en escena y una fotografía cuidada y elegante y, mención especial, ante unas excelentes interpretaciones que hacen creíble la evolución y el misterio de sus personajes. Él, Javier Pereira y especialmente ella, Aura Garrido, una de las actrices jóvenes con más porvenir del cine español (que viene acompañada por una excelente selección de títulos hasta el momento, desde la excelente serie de televisión "Crematorio" (2011), la interesante "El Cuerpo" (2012) o la película que ya hacíamos referencia al principio de esta crítica, "Los Ilusos" (2013)). Con todo, obtenemos como resultado una película notable, por diferente, por arriesgada, que nos compone un acertado e inquietante retrato generacional en lo referente a las relaciones, a la sexualidad, al amor. Y nos deja la pista de un director a quien seguir de cerca en el futuro.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra


domingo, 17 de noviembre de 2013


“El Juicio del Todopoderoso”

  Sólo Dios Perdona

(Only God Forgives)



 



Nacionalidad: Francia, USA, Tailandia. Año: 2013. Director y guión: Nicholas Windign Refn. Fotografía: Larry Smith. Color. Diseño de producción: Beth Mickle. Música: Cliff Martinez. Montaje: Matthew Newman. Duración: 92 minutos. Intérpretes: Ryan Gosling, Kristin Scott Thomas, Vithaya Pansringarm.



Aunque, en sentido estricto, Bangkok no es el auténtico nombre de la capital de Tailandia, así es como mundialmente es conocida. En realidad ese es el nombre de una parte de uno de los lados del río Chao Phraya, que fluye desde la región montañosa del norte del país y que va a desembocar en el golfo de Tailandia, cerca de Bangkok. En tailandés, Bangkok es conocida como Krung Thep Mahanakhon, que significa “la ciudad de los ángeles”. Al inicio de este film –con unas imágenes sugestivas, que crean desde el primer momento una atmósfera fantasmática que será por la que el resto de la película irá transitando, induciendo en el espectador la expectativa de que va a enfrentarse a una obra de características líquidas, alejadas de convencionalismos-, un hombre joven, occidental, que viste una camisa de color rojo empapada en sudor, habla con otro occidental (Ryan Gosling) en una estancia en penumbra que recibe de manera indirecta una luz sesgada, filtrada a través de celosías de hormigón, una luz roja que será la predominante dentro de la gama cromática de la película. El primer hombre, con gesto hosco, anuncia algo: su intención es salir a la noche de Bangkok buscando el infierno, o desatarlo por sí mismo si no lo encuentra. Esto es lo que activa la trama de “Sólo Dios perdona”; ese infierno es el hábitat de esta historia. Un infierno al que no es necesario descender, pues aquí se encuentra a ras de suelo, y sobre ese suelo posan sus pies seres despojados, niños inocentes, madres preñadas de cólera y venganza, y un dios que los juzga a todos con severidad y los castiga en consecuencia. La luz de un rojo determinante, hiriente, impregna a todos los hombres, a todas las mujeres, a todos los lugares, lo envuelve todo, como si la ciudad de Bangkok no fuese un territorio real sino algo imaginado por otro dios, uno aburrido y perverso –quizás ese dios con el que el director del film, atravesando un momento personal difícil (como él mismo ha declarado) que le llevó a una crisis existencial, se imaginaba manteniendo un combate físico- que juegue con ella, como si fuera un globo relleno, más allá de su resistencia, de un plasma denso que amenaza con reventarlo en cualquier momento. Si es que antes ese ser supremo, cansado de jugar, no lo deja caer sin más en alguno de los abismos que se abren bajo sus pies.



Nicholas Winding Refn crea a partir de este hecho un argumento de hilazón tenue. Y se sirve de manera evidente de las claves de la Tragedia clásica para conformar su vehículo narrativo y visual. Es palpable su esfuerzo por transmitir durante todo el metraje un sentimiento trágico de la vida, una solemnidad que no siempre funciona. Los personajes están imbuidos de un hieratismo melvilliano, claramente forzado, que los aleja de lo carnal –a pesar de toda la sangre que vemos manar de sus cuerpos- hasta llevarlos a lo puramente arquetípico. Son vectores de una violencia fílmica bastarda, moviéndose en una dirección que los lleva a transitar, hasta un punto de destino incierto, uniendo puntos referenciales del reciente cine de género asiático o de Tarantino, pero también, o eso ha creído percibir quien suscribe, de Kaurismäki, e incluso de David Lynch. Y es difícil obviar, en esa profusión de planos simétricos, una cierta afinidad al estilo Kubrick. Tampoco podemos ignorar –algo que el propio director no hace, pues lo asume y lo explicita en los agradecimientos finales- la influencia del trabajo de Gaspar Noé. Refn es un director cinéfilo, algo que ya había dejado claro en su obra anterior, y esto hace de su cine un ejercicio de estilo no tan propio, no tan genuino, pero igualmente válido, sobre todo en esta era de posmodernismo aplicado desacomplejadamente a las artes y a la industria del entretenimiento.









Hay muchos pasillos en este film y, al final de ellos, puertas que se abren a una oscuridad que atrae a los personajes -y con ellos al espectador- quizá a otro mundo, o a otra película que nunca acaba de ser o que es puro onirismo consciente; un onirismo leve, más de duermevela que de profundidad y abandono. Pero también es claro que la violencia de todo tipo a la que se asiste desde el principio, y donde todo lo que no es violento parece estar filmado únicamente para precederla, no hace de “Sólo Dios perdona” una obra más epidérmica en el sentido de que busque la reacción catártica de quien la contempla. El sonido, los decorados, el (gran) empleo de la luz, el movimiento de la cámara, están dispuestos y tratados de tal forma por Refn que uno es capaz de percibir la tensión que se produce en cada uno de los ángulos de sus fotogramas, ese empeño “esforzado” por hacer de todos y cada uno de ellos algo “memorable”. Y ese empeño no tiene por qué ser negativo cuando se percibe cierta honestidad en ello y no un simple arrebato narcisista, una impostura.



Debe alabarse el riesgo que afronta Refn al no optar por el continuismo y evitar reproducir los mismos códigos de su anterior película, que tan efectiva la hicieron de cara a su exitosa recepción mundial y que colocó al director en una posición privilegiada tras una carrera ya extensa. Se aleja aquí de cortapisas de género, de recursos hollywoodienses (inevitables tal vez en aquella obra al ser su primer film netamente americano, y por esa misma razón verse obligado a transigir, en mayor o en menor medida, con las inevitables injerencias de los productores estadounidenses. Aunque parece ser que Refn aplicó todo lo que pudo el consejo de su amigo Jodorowsky –a quien está dedicada esta película, como podemos ver justo al final precediendo a los títulos de crédito- y que consistía en algo que el psicomago aprendió de sus experiencias como director contratado: “decir a todo que sí para luego hacer lo que te dé la gana”.). Recursos que convertían a aquella película en algo más “vendible”, más redondo, aunque no más perfecto, porque “Drive” tampoco era tan grande como algunos pregonaban entusiasmados.

No ha sido su último film ni mucho menos tan bien acogido como el anterior, a pesar de la expectación con que se esperaba, o quizá debido a ella, lo que en el mercado cinematográfico suele resultar ser a menudo un arma de doble filo; siempre existirá un sector del público que no está dispuesto a ser traicionado por su “ídolo”, que no perdona veleidades ni experimentos y espera vorazmente más de lo mismo. Y luego está ese otro sector, puede que el más prematuramente beligerante y, a su manera, nocivo, abonado al “hype” que, apenas desenvuelve su último juguete, ya está mirando de soslayo al siguiente. Es innegable que Refn ha sido atrevido y no se ha dejado llevar sin más por la cresta de la ola.  En “Drive” el director adaptaba una novela neo-noir de James Sallis,  y aquí trata con un guión original que brotó de la imaginación del propio Nicholas Winding Refn en un momento en el que parece que quiso plasmar la “rabia y violencia” que sentía. En lo artístico la rabia suele ser muy fértil, pero también puede fácilmente desorientar al creador. En cualquier caso no estamos ante una obra desdeñable. Refn es un director que, al menos, busca sin conformarse, y en la búsqueda siempre se encuentra el rastro de algo. Y a veces ese rastro ya es algo.

José Antonio Montero