Dallas Buyers Club
Título original: Dallas Buyers Club Año: 2013 Nacionalidad: USA Duración: 117 min Dirección: Jean-Marc Vallée Guión: Craig Borten y Melissa Wallack Fotografía: Yves Bélanger Intérpretes: Matthew McConaughey, Jared Leto, Jennifer Garner, Denis O'Hare, Steve Zahn, Michael O'Neill, Dallas Roberts, Griffin Dune.
La muerte de Rock Hudson podría considerarse, desde la
perspectiva actual, algo así como la zona cero mediática para la era del sida;
fallecido el 2 de octubre de 1985, su caso sirvió como alarmante toque de
atención del alcance que podía tener una pandemia que se encontraba en sus
primeros estadios y que hasta entonces, para la mayoría de población no
afectada, parecía desarrollarse en periferias de la realidad, en las
marginalidades siempre contenidas por las barreras poco porosas que la actualidad
convencional -la que alimenta a un periodismo generalista habitualmente
amodorrado en sus zonas de confort- ha ido erigiendo desde el nacimiento de la información de masas y cuya altura vemos crecer aceleradamente en los últimos tiempos. Dallas
Buyers Club se sitúa en ese periodo de los años ochenta del siglo XX (y no es
casual que en el inicio de la película se haga mención a la célebre estrella
cuando el protagonista lee la noticia distraídamente en la primera página de un grasiento periódico) cuando la incertidumbre y la escasa información oficial -o
la impericia a la hora de manejarla- en cuanto a las posibles vías de
transmisión del sida y a su profilaxis acabaron, si no desencadenando, sí acelerando el
número de víctimas y una psicosis global irrefrenable. Este filme, en su mezcla
de drama y juego capitalista de callejón, centra su interés en el relato del
tejano Ron Woodroof, una más de las personas que resultaron contagiadas por el
virus VIH en aquellos primeros tiempos, haciendo hincapié en su heterosexualidad
recalcitrante pero también en su genuina condición de basura blanca; ejemplo arquetípico
del redneck habitante del Estado de la Estrella Solitaria -y testosterónica-;
vividor, adicto al sexo, tramposo vaquero de rodeo y electricista de profesión.
Un Mathew McConaughey en sus días de caza mayor quien, con esta interpretación
(junto a la asunción de un departamento de maquillaje aplicado rigurosamente en la
tanatoestética de retrocesión, más la implementación de métodos punteros en el
centrifugado de la masa y las grasas corporales, que acaban por materializar un hito más en esa tendencia actoral a la que
podríamos bautizar como hiperrealismo operístico o epatante) acaba de cobrarse la pieza más
codiciada por un actor del establishment.
El grado de responsabilidad de las empresas farmacéuticas y
del sistema sanitario en la inoperancia del tratamiento a los cientos de miles de
afectados –que aumentaban exponencialmente- de todo el territorio de Estados
Unidos sí que queda expuesto con claridad diáfana, pero resulta cuanto menos
discutible que el grueso de la historia trate de cómo un personaje, tan poco
ejemplar a priori, de virtudes atrofiadas por el desuso, alcance un éxito y
respeto inesperados, y una vía de redención espiritual a través de los caminos
de la economía liberal y de los vacíos legales en la sociedad de consumo merced
a su destreza para el trapicheo de unos medicamentos que logran ofrecer calidad
de vida y esperanza a las víctimas de su entorno, medicamentos que no están autorizados
por unas autoridades sanitarias estadounidenses manejadas en último término por
las poderosas corporaciones farmacéuticas. Se crea un debate ético donde entran
en juego la deshonestidad o el puro instinto de supervivencia, el altruismo o
el aprovechamiento de una coyuntura propicia, que la película trata
bienintencionadamente, aunque también de manera superficial, por lo que
al final queda una nueva pincelada (eso sí: menos gruesa de lo acostumbrado)
del autorretrato in progress americano -El hombre hecho a sí mismo- que el
cine de Hollywood lleva elaborando desde sus inicios.
Más que en captar pretendidamente la terribilitá del sida o
en describir el sentimiento de extinción de aquel tiempo, a la producción
parecen interesarle solamente las escalas reducidas del drama, delimitado en los
contornos de ese cine industrial contemporáneo impregnado del “Toque Weinstein”.
Manejando a veces las motivaciones febriles del suspense al estilo de Con las
horas contadas (D.O.A. Rudolph Maté, 1950), el film va mostrando las evidencias
del deterioro físico y cómo el tiempo de vida –según la estimación médica- de
Ron Woodroof va acortándose cada vez más mientras él busca tenazmente en la
automedicación (y en el lucro) un remedio milagroso capaz de librarle de su
destino. Así es como el filme sortea en cierta forma la norma lacrimógena de
los dramas médicos al uso, revistiéndolo de cierto interés y amenidad, pero sin
que por ello el trabajo de Jean-Marc Vallée termine por resultar emocionalmente
sólido o dramáticamente convincente en una puesta en escena pulcramente
insustancial a la que se le notan las costuras artísticas y presupuestarias. Un
producto empresarialmente útil; un placebo para el espectador.
Jose Antonio Montero.
Fantástica la manera en que describes el método actoral del hiperrealismo epatante y muy brillante también tanto el arranque como el análisis de esa doble naturaleza ideológica de la película. Creo que una película como "Dallas Buyers Club" no puede tener una crítica mejor que la que tú propones: la crítica española ha sido ambivalente a la hora de analizar esta película, pero no he leído ningún texto en medios profesionales que entre tan a fondo en lo que, sin duda, es un "caso crítico" complicado. Está todo muy bien explicado.
ResponderEliminarun abrazo,
Jordi Costa
¿Qué puedo decir? Pues que gracias. A pesar de eso, no creas que estoy completamente satisfecho con el texto. Mi problema es que necesito encontrar un equilibrio, porque cuando intento explicar me divierto menos que cuando recargo y me pongo estupendo. Aunque sé que la labor crítica ha de acercarse más a lo primero.
ResponderEliminarUn abrazo. Jose Antonio,