jueves, 30 de enero de 2014



Cuestión de sensibilidad

La gran belleza (La grande bellezza). Año: 2013. Duración: 142 min. País: Italia. Director: Paolo Sorrentino. Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello. Reparto: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Serena Grandi, Isabella Ferrari, Giulia Di Quilio, Luca Marinelli, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio. Productora: Coproducción Italia-Francia; Indigo Film / Medusa Film / Mediaset / Pathé / France 2 Cinéma / Babe Film / Canal+




Existen cineastas creadores de un cine muy personal, con una voz y un estilo propios que los hace inimitables. Basta ver unas pocas imágenes de cualquiera de sus películas para identificarlos. El director italiano Paolo Sorrentino, con tan sólo 6 películas en su haber, es un claro ejemplo de autoría en el cine. Un cine que se aleja de lo convencional para acercarse a lo insólito. Desde las peculiares historias que narra, los excéntricos y cínicos personajes que nos muestra, hasta la forma de plasmarlo en imágenes a través de un estilo barroco e histriónico que se mueve entre lo trascendente y lo satírico. 

Desde la reflexión sobre el éxito fácil en la Italia de bonanza de los '80 de "L'uomo in più" (2001), pasando por el existencialismo poético de la inclasificable "Las consecuencias del amor" (2004), la felliniana "El amigo de la familia" (2006) o el brillante y espeluznante retrato de Giulio Andreotti de "Il divo" (2008), hasta llegar a la película que nos ocupa, "La gran belleza" (2013), Sorrentino nos plantea tragicomedias matizadas por una fina capa de poesía, tristeza y melancolía que componen un puzzle irónico y mordiente sobre la Italia contemporánea. Una única película no transcurre en Italia, "Un lugar donde quedarse" (2011), excéntrica mezcla de tragicomedia y road movie que se mueve entre Irlanda y la América profunda para entrelazar el Holocausto con la historia de un peculiar rockero retirado. Sorrentino en estado puro.

"La Gran Belleza", arranca con una de las mejores fiestas que se hayan rodado en el cine. En un impresionante ático junto al Coliseo de Roma, contemplamos hipnotizados una psicodélica fiesta de cumpleaños habitada por una especie de parada de los monstruos, una celebración de la vulgaridad berlusconiana. De pronto, la cámara se detiene y nos presenta al protagonista. Es Jep Gambardella, en la celebración de su 65 cumpleaños, periodista de profesión, un dandi a la antigua usanza entregado a los placeres de la vida pero dominado por la decepción y la melancolía ante el mundo que le rodea. A partir de ese momento, pasaremos a contemplar el viaje de este "rey de los mundanos" por el verano de Roma a través de fastuosos palacios y villas, y sus vacuas relaciones con nobles decadentes, patéticos burgueses o artistas e intelectuales desnortados.

Es la historia de un hombre, Jep Gambardella, como él mismo se define, destinado a la sensibilidad, destinado a convertirse en escritor. En su juventud escribió una única novela y no volvió a escribir. También en un momento mágico, descubrió la pureza del amor. Y esas dos reminiscencias de juventud que dieron sentido a su vida y revive en soledad, le acompañan ahora de forma melancólica. Para darle vida, un inmenso Toni Servillo que, junto con su memorable creación de Giulio Andreotti en "Il Divo" (2008), hace el papel de su vida. Pero la película también es la historia de una ciudad, Roma, desde su esplendor a su decadencia y superficialidad. 

Excesiva, provocadora, lúcida, un aroma felliniano de magia y fantasía, con la inevitable referencia de "La dolce vita" (1960), recorre la película. Y así, navega en una dicotomía constante entre la vida y la muerte, la belleza y la decadencia, el placer y el dolor. Y la conclusión de que en un mundo cada vez más vulgar y mediocre, el sentimiento, la emoción están sepultadas por el ruido, y por consiguiente, la decepción y resignación que lleva consigo la búsqueda de la pureza, de la gran belleza. A cambio, Sorrentino nos ofrece el placer de contemplar imágenes fascinantes a través de un majestuoso terremoto estético que impregna toda la película. Porque los demacrados, caprichosos destellos de belleza están ahí. Es cuestión de descubrirlos. Es cuestión de sensibilidad.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra


miércoles, 29 de enero de 2014

Tontos a millones


El Lobo de Wall Street

Título original: The Wolf of Wall Street Año: 2013 Nacionalidad: USA Duración:
179 min Dirección: Martin Scorsese Guión: Terence Winter, según el libro de Jordan Belfort Fotografía: Rodrigo Prieto Música: Howard Shore Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Jean Dujardin, Margot Robbie, Jon Favreau, Shea Whigham, Ethan Suplee, Rob Reiner, Christine Ebersole, Joanna Lumley.



Esta es una historia que no comienza con un “Érase una vez…”, sino que lo hace proyectando en la pantalla el logotipo de una extraña corporación empresarial que viene a sustituir al título y los créditos habituales. Como si el proyeccionista nos diera el cambiazo de la película por un inesperado e indeseado publirreportaje. ¿Y qué es un publirreportaje, cuál es su fin? No nos engañemos, no hace falta explicarlo demasiado a estas alturas: vendernos algo que no necesitamos ni queremos; cubrir ese hueco inexistente que hay en nuestras vidas. “Vendemos basura a los basureros”, le dice, en funciones de seductor gurú, Mark Hanna (Matthew McConaughey) a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), el bisoño lobezno recién llegado a Wall Street; ese Olimpo contemporáneo, lleno de dioses igual de locos, pero más peligrosos que los antiguos: porque estos de ahora son demasiado reales. Belfort aplicará dicha máxima ciegamente, pero tendrá que hacerlo –debido a una serie de reveses coyunturales que le devuelven a la casilla de salida del Monopoly- algo alejado del panteón donde tienen lugar las grandes, las verdaderas transacciones bursátiles. La oportunidad surgirá, inesperadamente, en los arrabales del mundo de los negocios; y será ahí, en el grasiento paraíso del chanchullo, desde donde Jordan Belfort iniciará su ascenso hasta la cima del dolar.

Es evidente que este tipo de punto de partida es muy querido al cine de Martin Scorsese. El ascenso y la caída, la combustión espontánea de los héroes scorsesianos, forman la mayor parte del corpus de su obra. Y he aquí su última variación: en una farsa oscilante de fascinación y repulsión, que consigue que como espectadores nos sintamos integrados en una pandilla de idiotas de barrio que, de la noche a la mañana, se hace dueña del mundo escarbando sin miramientos los caninos de esa alimaña primaria y codiciosa que el hombre lleva dentro de sí pero no demasiado. Como también es habitual en él, hay un retrato de épocas pasadas: partiendo del relato autobiográfico del mismo Jordan Belfort –una especie de Calígula de nuestros días que cuenta sus desaforadas vivencias juveniles como broker durante las postrimerías de los años ochenta-, Scorsese vuelve a hacer un alarde de ambientación y puesta en escena. Y, como aquella década fue muchas cosas menos elegante, él tampoco lo es en este caso. Me explico: se ha dicho que estamos ante una especie de Casino para capullos, y la afirmación, aunque suene ordinaria, no es descabellada. Pocas escenas hay en este film que no estén contagiadas de la estupidez y el desatino de los personajes; la trama es hiperbólica y así está rodada y organizada, como un pandemonium de exhibicionismo macho con un prurito de cartoon a lo Tex Avery que no se detiene a tomar aire. El film no quiere ser complejo, y el libreto de Jordan Belfort y Terence Winter (guionista de la serie Los Soprano y showrunner de Boardwalk Empire, que produce Scorsese y de la que el mismo dirigió su episodio piloto) no busca el juicio moral, al menos no de manera evidente (lejos quedan los tiempos de Paul Schrader); el pathos queda para la metabolización posterior a su visionado. A Scorsese parece sólo interesarle la ostentación de la imbecilidad (o viceversa) a través del enriquecimiento galopante, y la atracción que, de esa ostentación, se produzca en la retina del precarizado espectador actual. Por eso ha creado aquí –después de haber acariciado el proyecto largo tiempo- el perfecto blockbuster de nuestros días; porque ha encontrado el momento y el material adecuado y lo ha sabido reunir en un producto donde se contemplan las tres máximas aspiraciones de nuestra época: ganar mucha pasta, no pensar y tocarse las narices. Adicción a las drogas, adicción al sexo, adicción al dinero. Esta es la épica que nos toca.


De esa épica surge Jordan Belfort, El Lobo de Wall Street, o quizás haya que decir, siendo más justos con esta producción, que lo que surge es la composición que DiCaprio hace de él, creando un personaje cuasi grotesco que corre el peligro de convertirse con el tiempo en El Nota de los no perdedores en ciernes, en un personaje de culto idóneo para los anarco-capitalistas, esos antisistema genuinos que, burlándose de la ética y la legalidad, gritan enfervorizados “Fuck you USA!” mientras festejan sus triunfos millonarios, y que pueden ver en este Goldfinger -quien precisamente elige para la celebración de su boda el tema de Shirley Bassey- un icono y un referente (a)moral.
Desbordante, incontinente (pero sin sacrificio de la coherencia interna) , diarreica –hay bastante presencia de algunas constantes de la Nueva Comedia Americana-, con tres horas de metraje que apenas decaen (quizá, y sólo quizá, se podría haber recortado algo en la mesa de montaje de la vigorosa Thelma Schoonmaker). Estamos ante una película estimulante, y discutible, por supuesto, pero lo que ante todo es ahora -de una forma deleznable, pero divertida, y en algún momento hilarante- es un digresivo capítulo de la crisis de todo en sus primeros estadios, contado a la manera de Tom Wolfe  –con Hunter S. Thompson aportando quizá la abundante nota lisérgica- y escrito con la mano momificada de Dostoievski (gran Crimen y relativo Castigo). Scorsese pone el bolígrafo y lo transforma en espectáculo. Y luego nos lo vende.


José Antonio Montero.
     


miércoles, 22 de enero de 2014

Amor, honor y kung fu



The Grandmaster

Título: Yut doi jung si Año: 2013. Duración: 130 min. País: Hong Kong Género: Drama, Acción Dirección: Wong kar-wai Guión: Wong Kar-Wai, Xu Haofeng, Zou Jinzhi Fotografía: Philippe Le Sourd Reparto: Tony Leung Chiu Wai, Zhang Ziyi, Zhao Benshan, Chang Chen, Brigitte Lin, Zhang Jin, Song Hye-kyo, Wang Qingxiang, Cung Le, Lo Hoi-pang, Liu Xun, Leung Siu Lung, Julian Cheung Chi-lam.


Tras el largometraje My Blueberry nights, Wong Kar-wai se embarcó en la realización de un proyecto ambicioso y personal sobre la vida del maestro de artes marciales Ip Man cuyo resultado es The Grandmaster. El director de 2046 o In the mood for love ha reconocido que es una película que le ha llevado dieciséis años de trabajo y cinco de rodaje. De forma superficial podría decirse que este es un biopic sobre el maestro de artes marciales que entrenó a Bruce Lee. Más allá de lo evidente se trata de una película que narra una historia de amor imposible entre dos maestros del kung-fu, dos formas de entender este arte marcial- las técnicas y las formas de lucha empleados- entre dos personajes que representan algo diametralmente opuesto e irreconciliable en aquella época: Ip Man (Tony Leung), maestro de Foshan, sur de China; y Gong Er (Zhang Ziyi) de Manchuria, en el norte. Ese amor que nunca será funciona a lo largo del metraje como metáfora del odio entre dos zonas enfrentadas del país destinadas a no entenderse políticamente. Ip Man representará, años después, para una gran cantidad de personas, el símbolo de reconciliación entre las dos Chinas.

Wong Kar-wai se vale, como ya hiciera en Ashes of time, de un género tradicional como el wuxia para vehicular una película que expresa ideas mucho más profundas y filosóficas de las aparentes. A través del Win Chun, el arte marcial más popular en China, articula el realizador hongkonés una historia más filosófica que de lucha, más metafísica que biográfica. Los combates, a cargo del coreógrafo y experto en la materia Yuen Woo Ping (quien trabajó en los 70 con los hermanos Shaw y se encargará posteriormente de las peleas de Kill Bill y Matrix) son espectaculares pero no desafían los límites de la capacidad humana ni las leyes de la gravedad. Contiene, esos sí, peleas memorables: la que sirve como inicio del filme bajo un fuerte aguacero, la del burdel entre Ip Man y Gong Er y la de ésta y Ma San en la estación de tren. Pero esto no es Tigre y Dragón (Ang Lee). Las peleas cuentan con una bella factura visual, están muy bien coreografiadas y magistralmente rodadas, pero no son el motivo central de la película sino el punto de partida de una profunda reflexión sobre las artes marciales y la filosofía que subyace en ellas. Para ello se enmarca en un periodo de tiempo (1936-1956) muy convulso del país asiático: Guerra Civil, Segunda Guerra entre China y Japón, inicio de la República Popular y éxodo masivo a Hong Kong. The Grandmaster sirve como prólogo de otras películas del cineasta que se desarrollaban a partir de los años 60.


La historia, confusa en su narración por sus continuas alteraciones temporales y su peculiar montaje, no es un biopic convencional sobre el maestro de artes marcial Win Chun, quien aleccionó al inmortal Bruce Lee, sino un relato sobre la historia de China y las diferencias que la fragmentaron de norte a sur. Presenta una historia sobre el honor, la tradición, la lealtad y los principios, sobre el amor imposible, la redención, el respeto y la dignidad familiar por encima de todo, sobre la filosofía inherente a las artes marciales, sobre una forma y un estilo de vida. Como ocurriera en Ashes of time, el peso del tiempo y el desgaste que este provoca en los personajes es uno de los temas que vertebran la película. Y es precisamente en esa búsqueda por dejar poso con temas trascendentes y profundos donde llegan los problemas para el realizador hongkonés. La historia interesa por momentos, interés que se evapora rápidamente por los continuos saltos atrás y adelante en el tiempo, la carencia de ritmo, las confusas referencias oníricas, y la aparición y desaparición de personajes que dificultan la comprensión narrativa de la obra.

El resultado es una película que provoca sensaciones encontradas, narrativamente espesa y confusa, pero con una factura visual y una elegancia en el estilo que eclipsan sus carencias. La magnética atmósfera que genera en el espectador, la magistral fotografía- sin duda uno de los mejores ejercicios visuales del año, a cargo de Philippe Le Sourd-, y la acertada banda sonora, a cargo de Shigeru Umebayashi, consiguen que la película funcione. Pero su montaje en forma capitular es tan confuso y enrevesado que en más de una ocasión cuesta seguir el hilo a causa de sus continuas alteraciones temporales, elipsis, e intercalados de momentos oníricos e imágenes documentales. Mucho tienen que ver los distintos montajes con que se ha presentado la cinta según los países: en China y Hong-Kong, la más completa, alcanza los 130 minutos de metraje. Hay una segunda versión internacional, que se llevó a la Berlinale, la misma que ha llegado a España, de 123 minutos. Y la estadounidense, de tan solo 108 minutos. La versión española es una maraña desordenada a la que cuesta dar cohesión unitaria, que confunde, y en ocasiones agota, al espectador. Desestructurada, elíptica, fragmentada y narrativamente caprichosa en ocasiones. No obstante hay que entender que esa construcción narrativa tan peculiar seguramente esté calculada al milímetro. No es este un relato convencional de introducción, nudo y desenlace sino más bien un delicado ejercicio de lirismo que propone un continuo enfrentamiento entre fondo y forma y que acaba suponiendo un triunfo del estilo sobre el fondo, una superposición de la estética sobre la narrativa. Gracias a esa imperfección narrativa y de montaje la película transmite una sensación de desconcierto que le otorga a la obra un carácter inmenso. El estilo de Wong Kar-wai logra sobreponerse, y de qué manera, sobre la narración hasta ser casi lo único, nada desdeñable por otro lado, que acaba interesando a un espectador turbado y perplejo pero embelesado por el poder visual del realizador hongkonés.

Carlos Rico Hernández-Claveríe

lunes, 20 de enero de 2014

Superación del vaciado

Historia de mi muerte
Título: Historia de la meva mort Año: 2013. Duración: 148 min. País: España Género: Drama, Fantástico, Siglo XVIII, Siglo XIX Dirección: Albert Serra Guión: Albert Serra Música: Ferran Font, Enric Juncá, Joe Robinson, Marc Verdaguer Fotografía: Jimmy Gimferrer, Ángel Martín, Artur Tort Reparto: Vicenç Altaió, Eliseu Huertas, Lluís Serrat, Montse Triola, Noélia Rodenas, Clara Visa, Cláudia Robert, Mike Landscape, Xavier Pau, Lluís Carbó



Si pasamos por alto la primera película de Albert Serra, Crespià, the film not the village (2003), divertidísimo y surrealista film músico-rural con maneras amateur, del que más o menos reniega, el primer cine del autor de Bañolas, ese que levantó pasiones en Cannes e indiferencia en España, se articula en torno al vaciado de casi todo lo extra-cinematográfico, es decir, sólo permanece aquello que convierte en cine al cine, la imagen en movimiento en un cauce temporal (y su sonido directo).  Y como cine es difícil -por lo que tiene de inflexible su propuesta formal, por llevar al paroxismo los tiempos muertos que emergieron de la modernidad, aquí convertidos en norma- , y a la vez el más simple que existe: tanto Honor de cavalleria (2006) como El cant del ocells (2008), son abstracciones de la cultura clásica. Ambas utilizan figuras canónicas como El Quijote y los Tres Reyes Magos, vaciando su representación de cualquier componente argumental, dramático, simbólico, ideológico o psicológico, hasta el punto de que si no fuera por la contextualización que otorga el vestuario, emergerían las personas reales, esos no actores, conocidos del pueblo del director (los asiduos y entrañables Lluís Carbó y Lluís Serrat), mientras improvisan extraños, arrítmicos y divertidos diálogos provocados por Serra. Otro vaciado, en lo actoral, que nada tiene que ver en su objetivo con las técnicas practicadas por Bresson y sus alumnos cinematográficos. Queda entonces  la superficie de las imágenes, nada más allá de ellas, pero tampoco nada menos. Sin embargo, esta propuesta conceptualista, si bien puede resultar interesante y estimulante, aboca a Serra al vacío y al callejón sin salida de la repetición, o lo que es lo mismo, a una necesaria evolución estilística que le permita seguir descubriéndose a sí mismo como autor.

Eso precisamente supone Historia de la meva mort (ganadora en Locarno 2013), ese paso más allá que conserva la genética de su cine anterior a la vez que la trasciende, además de erigirse como la película más placenteramente digerible de su obra. De entrada, aquí sí hay tesis, sí hay relato, aunque se desdibuje según avanza, y sí hay construcción de personajes. Serra presenta de nuevo dos figuras archiconocidas (una real, otra ficticia), iconos de la tradición narrativa, que dividen en dos la historia y condicionan cada una de sus partes. En la primera parte (brillante, ligera), un Casanova muy anal, oral y genital, servirá como metáfora y vehículo para la visualización crepuscular de una sociedad, la del racionalismo de la ilustración, en decadencia y desintegración, enfrentada a una inminente y radical mutación. Mutación que Casanova divisa aunque malinterpreta, pues para él (que anticipa repetidas veces La Revolución), el futuro será una extensión utópica de las constantes artísticas y científicas del racionalismo. Serra muestra a Casanova en su cotidianeidad palaciega mientras diserta sobre política, filosofía, anticlericalismo y arte con su mayordomo Pompeu (Lluís Serrat, casi siempre mudo, tierno, ingenuo, él mismo otra vez), a la vez que come granadas y dulces, practica sexo escatológico con las criadas o defeca con inmenso placer en el urinario, siempre acompañado por una estridente risa de sátiro que vulgariza al personaje.  El Casanova que compone, con singular gracia y personalidad, Vicenç Altaió, es un personaje decadente, pringoso, obsoleto, desfasado, cada acción que realiza está marcada por esa liviandad hueca y ese amaneramiento en lo social tan propio del Siglo de las Luces. Y de la luz a la oscuridad. Lo que vendrá después no será ningún tipo de utopía (de las revoluciones democráticas), sino la exaltación del yo propia del Romanticismo, y el oscurantismo y el mal derivados de las revoluciones industriales. La segunda parte (más densa), está dominada por Drácula. Casanova abandona el palacio y emprende un viaje por la Península Balcánica para introducirse, poco a poco, en ese otro mundo que le ha de sustituir. Desde que cruza en barca de una orilla del río a otra, representación del paso al otro lado, la narración se va desarticulando, Casanova deja de estar tan presente y Drácula o su presencia abstracta le sustituyen. Entonces, sólo queda la vampirización de una zona prestada a lo esotérico y a lo irracional (hay sacrificios, alquimia, en dos escenas de poderoso claroscuro visual), atavismos que Drácula potencia mientras crea una red de dolor, dependencia y terror (esos gritos desgarrados que son energía pura), en la que todos acaban cayendo.

La representación actoral sigue siendo teatral (los mordiscos vampíricos tan suaves y de aspecto tan poco saturado), pero hay personajes sólidos y muy trabajados como los mismos Casanova y Drácula (Eliseu Huertas, gélido, opaco, amo del bosque), que, por primera vez, recitan textos elaborados en un guión aunque con la libertad de la improvisación constante. Hay arco argumental y componentes dramáticos (la vampirización de las campesinas, que se convierte en relectura contemplativa del origen de las tres novias de Drácula), pero estos se diluyen porque es la única forma en que Serra puede concebir su visualización del mal en toda su inaprensible dimensión. Por ello, la película queda rítmicamente descompensada, lo que en este caso implica más bien un colapso pretendido del tempo mantenido durante la primera parte. Tampoco renuncia al esteticismo pictórico (hay ecos de Goya), aquí más sofisticado que en otras obras, sirviéndose de luz artificial, mucho grano, colores densos, y el re-encuadre digital a posteriori (de tal forma que todos los encuadres son, parcialmente, responsabilidad última de Serra y no del operador o del director de fotografía). Vuelve su estilo estático de puesta en escena (hay un solo movimiento de cámara y éste es diegético, es decir la cámara se mueve porque se mueve el carro en el que está), sin embargo existe un mayor trabajo de montaje que le confiere dinamismo y pulso. Añade, eso sí, una potente y sugestiva  banda sonora original ausente (salvo en escenas puntuales), de su cine anterior. En definitiva, el nuevo trabajo de Serra supone un paso adelante en su filmografía, mostrando diversas y nuevas inquietudes en el quehacer cinematográfico y dando como resultado una película completamente coherente con su obra previa, evolutiva con respecto a la misma, de originalísima personalidad, bellos planteamientos estéticos y, en ocasiones, gran capacidad hipnótica, aunque también peque de hinchazón innecesaria hacia el tramo final del metraje. No obra de madurez, Serra todavía es muy joven, pero sí obra de profundización y expansión estilística con la que el director consigue una terrorífica y divertida (también algo abstracta), visión del tránsito hacia la sociedad moderna, esa sociedad mecánica y deshumanizada que Drácula vaticina y que anuncia el triunfo del mal sobre todas las cosas.

Miquel Zafra

domingo, 19 de enero de 2014

El amor es para todos*


Título: Nymphomaniac (Volumen 1) Año: 2013. Duración: 122 min. País: Dinamarca Género: Drama, Erótico Dirección: Lars Von Trier Guión: Lars Von Trier Fotografía: Manuel Alberto Claro Reparto: Charlotte Gainsbourg, Stellan Skarsgard, Stacy Martin, Shia LaBeouf, Connie Nielsen, Christian Slater, Nicolas Bro, Jesper Christensen, Uma Thurman.

Aquella frase de Frank Zappa que rezaba "Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura" bien podría ser aplicada al sexo. Además de practicarlo, no se debería hacer nada más con él: pues escribir sobre sexo, discutir sobre sexo, dibujar, componer una canción o dirigir una película sobre sexo resultaría, en la mayoría de los casos, un desesperante ejercicio de futilidad.

Es por este razonamiento que aquél que haya visto en Nymphomaniac una película sobre sexo podría pensar (y sería lógico si lo hiciese), que se trata un vacío ejemplo de provocación, el enésimo de Lars Von Trier. Pero Nymphomaniac no habla sobre sexo: habla sobre la adicción al sexo. Y este ya es otro baile. O varios.

Continuando con la metáfora de la danza, resulta maravillosa la forma en la que se comportan todos los bailarines de la fiesta, pero es especialmente brillante la conversación que mantienen Seligman (Stellan Skarsgard) y Joe (Charlotte Gainsbourg), que además de ejercer como mástil para todo el viaje cronológico de la historia de la muchacha, actúa como un desesperado intento por parte del canoso anfitrión de racionalizar y justificar los actos de la joven adicta.

A través de Seligman, Von Trier intenta en primer lugar reducir las perversiones de Joe a un juego, a una inocente forma de entretenimiento, a un deporte. Los primeros hallazgos de la sexualidad, los juegos, la búsqueda de información en enciclopédicos textos científicos y finalmente, la rebeldía adolescente, se equiparan a la inofensiva práctica de la pesca y se refuerzan con la simbología de los cuentos del padre o de la bolsa de chocolates. 



Sin embargo, al crecer las perversiones y obligar a abandonar este enfoque, Von Trier sube la apuesta y pretende elevar esta adicción a la categoría de arte; juntarla con divinas proporciones matemáticas (número de fibonacci), emparentarla con elevadas expresiones culturales (Bach), o equiparar sus síntomas a otros males sufridos por genios también atormentados (Poe). Todo apunta a que este intento, el de canonizar la adicción, se derrumbará en la segunda parte cuando las perturbaciones de Joe alcancen un grado de controversia insalvable, y será entonces cuando veamos si Von Trier vuelve a apostar por defender a sus demonios, o como hizo con la depresión de Kirnsten Dunst en Melancolía, los envía a algún tipo de inevitable destrucción.

No podían faltar, en la que es una situación con claras alusiones al psicoanálisis y al estudio de la mente humana, los progenitores de la criatura. Concretamente la figura del padre, un conmovedor Christian Slater que brinda el episodio más emotivo (si no el único) y a su vez desagradable de esta primera parte. La impensable reacción de su hija frente a sus dolores y a su destino final parece una forma de demostrar a la única persona que siempre confió en ella y la vio como un ser humano maravilloso, que en realidad, se equivocaba.

*Un dato para terminar la crítica y justificar el que podría parecer otro capricho de Lars Von Trier, cuyas siempre esperadas llamadas de atención no hacen sino distorsionar un mensaje que ya es por sí solo valioso y transgresor: la canción que suena al comienzo y al final de Nymphomaniac es Führe Mich, del grupo alemán Rammstein. El disco que la contiene se titula, Liebe ist für alle da. Como poco resulta adecuado hacia la cinta que el título de la canción quiera decir "guíame" y de la misma forma es al menos irónico que el disco se traduzca como "el amor es para todos".

Santiago Alverú


sábado, 18 de enero de 2014

La Pasión de Solomon





12 años de esclavitud

Título original: 12 Years a Slave Año: 2013 Nacionalidad: USA-Gran Bretaña Duración: 133 min Dirección: Steve McQueen Guión: John Ridley, según el libro de Solomon Northup Fotografía: Sean Bobbitt Música: Hans Zimmer Intérpretes: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Paul Giamatti, Brad Pitt, Alfre Woodard, Lupita Nyong'o, Sarah Paulson, Garret Dillahunt, Quvenzhané Wallis, Ruth Negga.



En unas declaraciones de Steve McQueen –el director de este filme-, este señala El pianista y La lista de Schindler como referentes a la hora de afrontar su acercamiento cinematográfico al tema de la esclavitud. Dichas influencias (que han terminado por convertirse en paradigmas del rigor, en el molde desde el que partir de una manera supuestamente fidedigna y moral cuando se abordan temas históricos dentro de los cauces del cine comercial) han prendido en el inconsciente del director hasta el punto de que su planteamiento,  consciente o no, sea el de intentar realizar –en plena Era Obama- la película definitiva sobre el esclavismo o, al menos, la que haya de marcar un antes y un después en el tratamiento de ese tema. Por su temática, por su ambición, es este el tipo de filme que necesita constituirse en “acontecimiento obligatorio”, trascendente, cine evento y referente popular respetable, lección histórica y cinematográfica. Inatacable,  claro está, dentro del vallado electrificado de la corrección política.
Obviamente, estamos lejos de La cabaña del tío Tom, pero la impresión, el sentimiento al terminar de ver la película, es que el resultado no ha acabado por alcanzar plenamente sus intenciones. La obra del director inglés titubea durante todo su metraje entre las necesidades del documento y las de la poética cinematográfica, entre la crónica quirúrgica de unos hechos verídicos y el complaciente melodrama hollywoodiense, dejando al espectador en un terreno de indefinición que acaba limitando la deseada y necesaria implicación emocional que un producto de estas características exige.

La odisea, el calvario de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), transcurre, según dice el título, durante doce años. Doce años de sometimiento -de una persona que era libre- a la crueldad, la perversión, la hipocresía, el filisteismo y la maldad pura que habitaba dentro de la sociedad del “Viejo Sur”. Sin embargo, la necesaria mella física por estas penurias y por el tiempo no se evidencian en el personaje si no es hasta una escena final torpemente ejecutada, tópicamente melodramática, que ejemplifica la probable tensión creativa sufrida por el director. Porque, quizás, los momentos más valiosos del filme sean donde se impone la visión naturalista a la dramática, siendo esta última varias veces –dentro de la contención general-  de un trazo grueso que la hacen tropezar con lo maniqueo (pienso sobre todo en la interpretación de los personajes blancos, a los que se ha dibujado, en su mayoría,  de una forma esquemática, tendenciosa cuando no sencillamente caricaturesca.). Es en estos momentos cuando la precisión al reflejar los hechos y la huida premeditada de vuelcos dramáticos espectaculares pierden gran parte de su posible efectividad, y le restan altura y categoría de obra realmente seria. Añadamos a esto último la aparición como similores, en una suerte de estrellas invitadas al más puro estilo del telefilme de lujo, de actores célebres para encarnar personajes secundarios (“oh, es Brad Pitt”), distrayendo y provocando el escepticismo -pero sí, claro, la concurrencia de la taquilla inmediata y la deseable atención de la Academia-  que lastra la obra definitivamente.





La película tiene buenos momentos: la escena de la carta, avanzada en un prólogo en forma de flashforward  y más tarde desarrollada; el extrañamiento del encuentro entre esclavos e indios en pleno bosque; la secuencia sostenida, sobria y brutal a un tiempo del ahorcamiento; el largo suplicio de la esclava Patsey y en general todos los momentos en que aparece este personaje; el esclarecedor té que Mrs. Shaw (Alfre Woodard en un personaje que, lamentablemente, no vuelve a aparecer) ofrece a Solomon y Patsey... Grandes momentos, sí, pero que parecen aislados, como piezas autónomas dentro de un conjunto algo deslavazado, donde los hechos a veces suceden de una manera un poco arbitraria contribuyendo  mínimamente a la progresión dramática de la historia. Steve McQueen es capaz de componer hermosos tableaux vivants, encuadra perfectamente ofreciendo ricas perspectivas, y permite que sus actores se luzcan, pero en este caso le falta algo de la fluidez narrativa de anteriores films.

Es una lástima que el tema del racismo y del aprovechamiento inmisericorde de seres humanos para el enriquecimiento de unas clases altas que simbolizaban el progreso de un país, cimentado como tantos otros en la desigual lucha darwinista, haya perdido aquí la oportunidad de, si no zanjar la utilización exploit del esclavismo, sí crear un debate oportuno, y erigir una obra emblemática, perdurable, un nuevo paradigma.

                                                                                                                   

José Antonio Montero.

Dichosa cotidianeidad


Gente en sitios

Título: Gente en sitios Año: 2013. Duración: 86 min. País: España Género: Drama, Comedia Dirección: Juan Cavestany Guión: Juan Cavestany  Fotografía: Juan Cavestany Reparto: Maribel Verdú, Adriana Ugarte, Alberto San Juan, Antonio de la Torre, Santiago Segura, Coque Malla, Ernesto Alterio, Javier Gutiérrez, Carlos Areces, Irene Escolar, Julián Villagrán, Raúl Arévalo, Roberto Álamo, Eva Llorach, Eduard Fernández, Javier Botet, Tristán Ulloa, Diego Martín, Martín Rivas.



Elevado presupuesto y éxito no tienen por qué ir de la mano. Son innumerables los casos de producciones que con presupuestos desorbitados han cosechado resultados económicos y artísticos muy pobres. Y viceversa. Afortunadamente, los avances técnicos permiten crear proyectos muy dignos con poco dinero. Lo más importante son las ideas y el talento, y eso no hay dios que lo pague. Desde esa premisa parte Juan Cavestany-El señor, Dispongo de barcos- en su nueva producción, Gente en sitios, una arriesgada propuesta que sin apenas dinero puede presumir de ser uno de los estrenos nacionales del año.

Gente en sitios tiene más de teatral- donde Cavestany empezó trabajando y sigue haciéndolo con la compañía Animalario — que de cinematográfico. Cavestany se aleja del relato convencional para construir una película incisiva y libre-estructural y creativamente — por medio de pequeños relatos hiperbólicos para, sin respuestas concretas, tratar de explicar la realidad social que nos rodea. Más de 40 actores— el mejor reparto de una película española en años componen un filme que mezcla contenido político, satírico y social cuyo resultado es un ejercicio endiabladamente arriesgado que golpea la conciencia del espectador y le obliga a reflexionar. Pocas veces una película tan aparentemente liviana, inocua y superficial había planteado tanto con tan poco.

La cámara de Cavestany se mueve de manera inteligente para construir un relato sin cohesión aparente (apenas un carrusel de microhistorias, algunas de ellas inconclusas), cuyo sentido unitario acaba siendo mayor que la suma de sus partes, y con un denominador común: el retrato de la sociedad española actual. Talentosa radiografía de una sociedad que vive aturdida por una situación de la que no sabe, ya no sólo como salir, sino cómo afrontar. El realizador madrileño construye de esta manera una película atípica que habla de la crisis desde la crisis, con una fotografía y un montaje más propios del cortometraje underground que  le otorga al filme un resultado tan poco estético como premeditado. No hay en ello ausencia de estilo, más bien al contrario. Una película provocadora que perturba y sacude al espectador. Una cinta valiente y efectiva, tan desconcertante y desoladora como necesaria.



Carlos Rico Hernández-Claveríe

jueves, 16 de enero de 2014

Carrie 2.0


Carrie
Título: Carrie Año: 2013. Duración: 100 min. País: Estados Unidos Género: Terror, Drama, Sobrenatural, Adolescencia, Remake Dirección: Kimberly Peirce Guión: Roberto Aguirre-Sacasa, Lawrence D. Cohen (Novela: Stephen King) Música: Marco Beltrami Fotografía: Steve Yedlin Reparto: Chloë Grace Moretz, Julianne Moore, Gabriella Wilde, Portia Doubleday, Judy Greer, Alex Rusell, Zoë Belkin, Ansel Elgort, Samantha Weinstein


A veces, las comparaciones son inevitables, y en casos como este en el que la película en cuestión se postula más como remake que como nueva adaptación del debut novelístico de Stephen King, se antojan hasta necesarias y útiles.
Cuando Brian De Palma realizó Carrie en 1976, el denominado New Hollywood había alcanzado ya su cenit. El panorama industrial y artístico de aquellos días propició una necesaria renovación, tanto en las anquilosadas formas de cierto clasicismo de consumo que no supo reinventarse, como en las tramas y en los perfiles protagónicos, desfasados y no coincidentes con el nuevo público y sus anhelos. La política de los autores proveniente del modernismo europeo caló fuertemente en los jóvenes realizadores norteamericanos de finales de los sesenta y principios de los setenta, pero también en los nuevos productores que crearon estudios  para, colaborando con las grandes y desorientadas Majors, dar pábulo y libertad a esta nueva forma de enfrentarse a la cinematografíaCarrie de 1976 es una obra de director, formalmente puro De Palma.

Cuando Kimberly Peirce realiza Carrie en 2013 lo hace en un panorama industrial y artístico completamente diferente, lo que no quiere decir que de él no pueda salir una obra interesante o magnífica (como de hecho surgen cada año), sino que, en su caso, participa y crea una obra modelo de un contexto industrial en el que la política del autor ha fracasado y casi todas las pequeñas productoras independientes han sido compradas por las grandes Majors, a su vez absorbidas por diversos conglomerados multinacionales para no ser más que empresas que deben generar productos sin riesgo y con alta expectativa de rentabilidad que garantice su venta, dentro de un entramado económico mucho más grande. De ahí la proliferación ascendente (con varios aciertos que sí han supuesto una enriquecedora reinvención), de desalmados remakes, reboots, precuelas, secuelas y crossovers.
Carrie de 2013 parece más la obra de un consorcio empresarial de nuevo dispuesto a vender algo conocido y que luzca bien sin articular personalidad estilística alguna, que de su propia directora.

Como en su primer largometraje Boys Don´t Cry (1999), la protagonista es una joven que oculta algo y que quiere ser aceptada. Ahí acaban las coincidencias o connotaciones con el resto de su obra que más deben basarse en la casualidad que en un interés profundo y personal de Peirce hacia estas temáticas, pues no analiza ni trasciende la problemática básica de esta adolescente con poderes telequinéticos maltratada por sus compañeras de clase y por su madre fanática religiosa, más allá (y con bastante menos gracia), de como lo hacía la cinta de 1976.
Para empezar, narrativamente es prácticamente igual que la original, lo que muy probablemente se deba a que el libreto haya sido coescrito por Lawrence D. Cohen, guionista de aquella primera adaptación, quizá aburrido por un material demasiado manoseado por él mismo (fue además el responsable de una versión musical para Broadway de escaso éxito). Ningún cambio de perspectiva o planteamiento a la hora de abordar de nuevo la historia o las secuencias que la componen, de hecho, salvo el acierto de introducir el ciber-acoso y el prescindible prólogo del nacimiento de Carrie, todo discurre de forma idéntica a su homóloga, hasta el punto de repetir la escena de los chavales comprando los trajes y vestidos para el baile de graduación, sin el tono gamberro con el que De Palma potenciaba la mixtura estilística y justificaba de paso la propia escena. Igual pero anodinamente inofensiva, la película parece modulada por una templanza que neutraliza su tono dejando una ligera impresión de aburrimiento, de ya visto y de experiencia inane. Peirce transcribe el guión a imágenes de manera literal, con desinterés y sin grandes aportaciones. El envoltorio que utiliza pretende ser sobrio pero resulta convencional y lamido, prefabricado  y funcional (tanto como su puesta en escena), aunque, fotográficamente, la elección cromática del suave tono rosa (que evoca la feminidad), esté justificada. Los personajes son los mismos y hacen lo mismo y en el mismo orden pero aquí, los roles femeninos poseen una sexualidad más explicitada. Hay que mencionar el notable cambio de sustrato interpretativo en la madre de Carrie, donde Julianne Moore, también muy sobria y neutra, sustituye el fanatismo desbocado, teatral y siniestramente divertido de Piper Laurie, así como la extraña torpeza de Chloë Grace Moretz como la protagonista, sobreactuada y llena de tics y expresiones faciales algo ridículas, muy lejos de la fragilidad y el terror que Sissy Spacek era capaz de convocar en rostro y cuerpo.
El clímax es un buen ejemplo de todo lo que supone esta Carrie (2013). Peirce se enfrenta a la revisión de un momento icónico del cine de los setenta, a la vez cumbre de la propia película, con la misma escasez de ideas y propuestas innovadoras. Reproduce los acontecimientos pero lo que en De Palma era dilatación y suspense, recreación en la sádica enemiga de Carrie y en su mano sujetando la cuerda atada al inestable cubo lleno de sangre, aquí se reduce a la repetición (tres veces), de la caída del cubo, como si por acumulación pudiera suplir la fatal falta de estilo que acompaña todo el metraje, cumpliendo la máxima industrial de nuestros días en la que todo tiene que ser igual pero más. Como mayor es la posterior venganza de Carrie, más grande, más cruel, más espectacular pero sin especial interés en su ejecución cinematográfica. Ahí, Peirce sí que dilata la narración pero no como ejercicio de expansión del tempo sino como satisfacción mainstream que otorga un largo duelo final.

Lejos queda la exuberancia manierista de De Palma, sus pantallas partidas y sus juegos de cámara y color, lejos queda la partitura de Donaggio, que a veces recordaba las punzadas de cuerda del Bernard Hermann más hitchcockiano y otras tenía la bella solemnidad de una pieza religiosa (Beltrami, compositor de la actual, crea un banda sonora sin mucho sabor). 
Así, Kimberly Peirce ofrece un producto final prototípico del estado industrial Hollywoodiense: repetición de una fórmula, nostalgia como motor del espectador concretada en guiños (la película termina hasta con el mismo plano con el que finalizaba la original), bonito acabado visual, espectacularidad digital, sobredimensión de los momentos clave, reinvención mínima y mediocridad estilística. La directora ha hecho gala en el pasado de cierto talento, por eso es más triste comprobar esa sumisión a lo empresarial, esa falta de ganas, esa capitulación artística en favor de la impersonalidad, de la inercia y de la reiteración hasta dejar los conceptos originales huecos. 


Miquel Zafra