sábado, 31 de mayo de 2014

Equilibrio perfecto


Big Bad Wolves

Título original: Big Bad Wolves Año: 2013. Duración: 110 min. País: Israel. Director: Aharon Keshales, Navot Papushado. Guión: Aharon Keshales, Navot Papushado Fotografía: Giora Bejach Reparto: Lior Ashkenazi, Tzachi Grad, Rotem Keinan, Dov Glickman, Menashe Noy, Dvir Benedek.

El gasto en promoción de una película suele ser elevado, desorbitado en ocasiones. Una buena campaña de promoción no te asegura, sin embargo, un gran éxito en taquilla. Pero lo normal es que si es Tarantino –desinteresadamente– el que lo hace, la taquilla la tienes asegurada. Dijo de Big Bad Wolves, película israelí de presupuesto minúsculo, que era, no solo la mejor película del festival de Busan, sino la mejor del año. Impagable. Y claro, situó a la cinta en el centro de todas las miradas y provocó una vorágine de insospechadas consecuencias. Las palabras del director de obras como Pulp Fiction o la reciente Djando desencadenado, seguramente desmesuradas y mal medidas, sí que tienen, en cierto sentido, razón de ser. Al menos si nos atenemos al tipo de cine que realiza Tarantino y a sus peculiares gustos cinematográficos.

El segundo trabajo de los realizadores Aharon Keshales y Navot Papushado consigue, con una gran limitación presupuestaria, volver a salirse de lo establecido con una cinta continuista en cierto sentido con la notable Rabies –primera película de terror del cine israelí–,  su ópera prima. Con evidentes influencias del cine de Tarantino (irreverente, desenfadada, sangrienta, gamberra, con cabida para el humor, con referencias explícitas a cintas como Reservoir Dogs y Malditos Bastardos),  Big Bad Wolves es una cinta tremendamente arriesgada en su propuesta,  que sabe reírse de todo –y de todos–, y que le valió a sus realizadores el premio a la mejor dirección en el festival de Sitges. Existe, hasta cierto punto, un evidente paralelismo con la celebrada Prisioneros de Denis Villeneuve, película que curiosamente se finalizó después, pero que los designios de la distribución quisieron que llegase antes a las salas españolas. La trama se centra, como en aquella, en la persecución y tortura de un presunto –tampoco aquí se admite presunción de inocencia– profesor de religión pedófilo y asesino por parte del padre de la víctima. Pero Big Bad Wolves aborda temas tan poco dados al humor como la tortura, la violencia o la pedofilia, mofándose de ello, satirizándolo. Humor negro –negrísimo–, delirante y cruel. Sin medias tintas, sin contemplaciones.


Desde la escena inicial –ese  juego de niños, aparentemente inocente, con el que se abre Big Bad Wolves y que funciona como prólogo del juego que va a suponer para el espectador la película que se inicia– hasta su potente, aunque aparentemente anticlimático, final, la cinta es puro atrevimiento. En un tono engañosamente serio, brillantemente ejecutado desde el plano visual, dos niñas y un niño juegan al escondite cuando una de ellas desaparece, escondida en un armario. Veremos, tras un corte, que fue asesinada, decapitada y violada. A partir de ahí se desarrolla un thriller poco convencional –en las forma, el tono y el estilo– y gran factura visual, que sabe conjugar a la perfección la comedia y la crueldad. Todo un alarde de equilibrio. Un potente ejercicio de estilo donde lo visual está cuidado hasta el máximo detalle, la música utilizada de forma brillante e inteligente y la violencia tratada de forma aparentemente banal. Al más puro estilo Tarantino. Normal que esté entusiasmado.


Carlos Rico Hernández-Claveríe


domingo, 25 de mayo de 2014

Distancias insalvables



10.000 km


Título original: 10.000 km Año: 2014. Duración: 98 min. País: España. Director: Carlos Marqués-Marcet. Guión: Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet Fotografía: Dagmar Weaver-Madsen Reparto: Natalia Tena, David Verdaguer.

Cada vez más cineastas deciden plantear historias que giren en torno al uso de las tecnologías, a la importancia de estas en el día a día o al menos que éstas tengan un desarrollo fundamental en la historia que se cuenta. Así, Charlie Brooker consiguió, con Black Mirror, crear una serie televisiva que describía la sociedad distópica de un futuro indeterminado provocado por la (mala) utilización de la tecnología. Recientemente, Spike Jonze trató, en una película que encaja perfectamente en el patrón de Brooker, un tema similar en Her, la película que protagoniza Joaquim Phoenix y que recibió el Oscar al mejor guion original. En 10.000 km, drama romántico pergeñado por Carlos Marqués-Marcet, la historia no se desarrolla en un futuro próximo sino en el presente más inmediato. Alex y Sergi, Natalia Tena y David Verdaguer, son una feliz pareja afincada en Barcelona. Ella, profesora de inglés, sueña con dedicarse algún día a su pasión, la fotografía; él, profesor de música, estudia para sacarse unas oposiciones. Ambos buscan su primer hijo. Un inesperado mail rompe con la tranquilidad del ambiente y de la relación: Alex ha recibido una beca de fotografía en Los Ángeles. Él se queda en España. Y ella, claro, se va.

El viaje transoceánico que emprende la protagonista, convierte la ópera prima de Carlos Marques-Marcet —premiado con la Biznaga de Oro, mejor atriz, dirección y guion novel en el Festival de Málaga— en una sucesión de días capitulados. La relación de pareja queda entonces limitada a las posibilidades comunicativas de la tecnología. Tecnología que funciona aquí como una herramienta tremendamente útil para salvar la distancia que separa a la pareja, como el único sistema para comunicarse —y verse— en tiempo real, la única esperanza a su separación. A diferencia de Black Mirror y, en menor medida, de Her, aquí el planteamiento es optimista y esperanzador, la tecnología es retratada como algo positivo y enriquecedor, como herramienta básica para la supervivencia de las relaciones a distancia, como el único clavo al que aferrarse ante la imposibilidad de verse físicamente.


Y es desde esta perspectiva —aunque limitada, en un principio esperanzadora—, desde la que Marques-Marcet consigue retratar el deterioro de una pareja que sufre por los miles de kilómetros- océano mediante- que les separa. Y ése es el verdadero acierto del realizador catalán, tratar un tema tan antiguo como el amor desde las posibilidades de las nuevas tecnologías, aportando así una perspectiva completamente distinta. Con un presupuesto limitado —la totalidad de la película ha sido rodada en Barcelona- pero con talento e inteligencia, Marcet emplea planos largos- larguísimos en ocasiones— y, cómo no, fijos, en los que es la pareja protagonista —únicos intérpretes del film— la que soporta el peso dramático de la trama. El larguísimo plano que abre la película es brillante y, junto a éste, serán dos escenas resueltas por Marqués-Marcet con maestría (la imposible escritura de un mail por parte de él y la climática y potente escena final), las más destacadas de un film pesimista y desesperanzado en su tramo final, solvente y eficaz, que acaba por convencer al espectador, igual que a la pareja protagonista de que, por mucha tecnología que utilicemos para acercar nuestras vidas, las distancias siguen siendo dolorosamente insalvables y la sensación de proximidad una mera ilusión.


Carlos Rico Hernández-Claveríe

sábado, 24 de mayo de 2014

Trastornos de desarrollo






Godzilla

Título original: Godzilla Año: 2014 Nacionalidad: USA-Japón Duración: 123 min Dirección: Gareth Edwards Guión: Max Borenstein, Dave Callaham Fotografía: Seamus McGarvey Intérpretes: Aaron Taylor-Johnson, Elizabeth Olsen, Bryan Cranston, Ken Watanabe, Sally Hawkins, Juliette Binoche, David Strathairn.



Apareciendo por primera vez en los cines de Japón (Gojira, 1954) de la mano de la poderosa productora Toho, Godzilla se ha convertido con el tiempo en el más popular personaje que haya generado la ficción nipona. Este desproporcionado monstruo atómico, representante de los miedos y traumas sufridos por Japón a raíz del desastre de la Segunda Guerra Mundial, ha aparecido en casi una treintena de filmes y se ha diversificado en otros medios hasta erigirse en figura recurrente de la cultura popular. Exceptuando su patria, en ninguna otra parte del mundo ha llegado a alcanzar tanta celebridad como en los Estados Unidos. Ya en su tercera película, Godzilla llegaba a enfrentarse sobre el Monte Fuji con un icono americano: el mismísimo King Kong (Kingu Kongu tai Gojira, 1962; aunque esta sea una versión un tanto diferente a la del gorila gigante que Merian C. Cooper creó en 1933), en un film que contó en su equipo de producción con algunos profesionales estadounidenses (entre otros, nada menos que Henry Mancini). Adaptándose sus filmes especialmente para el consumo anglosajón, este daikaiju (gran monstruo) nunca se desvinculó sin embargo de su productora madre ni de su país, hasta que en 1998 Roland Emmerich presentó la primera película netamente norteamericana sobre el personaje. Siendo desde el primer momento considerado por fans de la saga original como una versión apócrifa de Godzilla, el film produjo una respetable cantidad de dólares, pero satisfizo a pocos, y el “Rey de los Monstruos” acabó por retornar a su archipiélago de nacimiento. Ahora, dieciséis años después, llega una nueva versión norteamericana, esta vez coproducida con Japón, y que parece contar con todo a su favor tanto para hacer honor a la leyenda del personaje como para entregar lo que tal vez sea el ejemplo que más se ajuste, en literalidad, al tan socorrido como anhelado concepto del blockbuster.

Gareth Edwards, un director que pudo hacerse cargo de esta enorme –es inevitable el término- producción tras demostrar interesantes cualidades para la puesta en escena (aunque todavía algo impersonales: puede apreciarse claramente en su estilo la huella -y los tics- de Spielberg entre otros) con el intimismo apocalíptico de Monsters, su anterior y alabado trabajo, ha de afrontar la papeleta de realizar un guión que parece ocupar poco más que el espacio de ese escueto, volátil soporte. La narración se desarrolla siguiendo a rajatabla el esquema en línea recta y los códigos del cine hollywoodiense actual para representar, en una atmósfera ominosa de -algo forzada- circunspección general, una alabanza de la retórica de la catástrofe en clave atómica y, por momentos, pugilística (como bien manda el género del Kaiju-eiga: “películas de monstruos”), en la que el paralelismo entre Hiroshima y Fukushima resulta bastante evidente desde sus secuencias iniciales. Por tanto, este ha de resultar, en la clave canónica del personaje, un contexto propicio para que de las profundidades del océano surja la bestia radiactiva que es Godzilla. Y llega, pero no exactamente con las maneras que se le podían esperar. Parece que después de los estragos reales del presente siglo no nos podíamos conformar con una simple demostración más de la precariedad humana ante lo imponente, y el monstruo despierta de su letargo, no con un afán de destrucción ciega, sino para restablecer, nada menos, el equilibrio natural de las cosas sobre este planeta. Sorprendentemente, Godzilla no se pone manos a la obra eliminando, como sería lógico, al principal causante de dicho desequilibrio, e ignora a los humanos para enfrentarse a otros monstruos más a su –antediluviana- medida. Después de la muerte de Dios el mundo encuentra en Godzilla un sustituto, un nuevo ser supremo que se encargue de evitar que retrocedamos a la edad de piedra (como en un momento de la película afirma el desaprovechado Bryan Cranston), y de imponer el monoteísmo con unos métodos, todo hay que decirlo, bastante bíblicos.



Gracias a sus ideas visuales, Gareth Edwards (que deja varios momentos magníficos) consigue hasta cierto punto rebelarse contra la tendencia a la homogeneización de una Gran Industria cada vez más constreñida. No quiere decirse ni mucho menos que por dicha beligerancia creativa el director llegue a conseguir alcanzar completamente la parcela del blockbuster de autor que se esperaba alcanzase, y que sus primeras imágenes anunciaban. El film se queda en un camino intermedio; el mismo donde otras megaproducciones ya olvidadas se oxidan en cada uno de sus recodos. Aunque inocuo, sí que acaba resultando ser un trabajo digno, en sí mismo y a su pesar, hecho, o cuanto menos pergeñado, a salto de mata, donde se “localizan y construyen sets antes de disponer de un guión acabado” (Edwards dixit) y los personajes son, sobre todo los supuestamente reales, meramente y una vez más figuras articuladas sin alma en la mano de niños a quienes pagan por jugar sin usar la imaginación. Un film técnicamente sobresaliente, pero estéril desde su origen; asfixiado tanto por su heredada iconicidad como por la expectación creada, y recibido finalmente, signo de los tiempos, con el ánimo ya saciado. Puro cine de hoy en día; ese es su gran problema. 
En una reciente entrevista el escritor estadounidense Don DeLillo (una de las figuras centrales del posmodernismo en la literatura) considera que sentirse fascinado por la destrucción y la violencia forma parte de la naturaleza humana, y que es algo que puede explicarse fácilmente si pensamos en que es algo que, habitualmente, no forma parte de nuestras vidas, con lo cual resulta fascinante cuando lo vemos. Puede que ese sentimiento de fascinación se esté extinguiendo, si no lo está ya. Ya es tópico decir que, como espectadores de cine, y como cada vez más pasivos espectadores de una realidad transmedia, se nos somete -o nos sometemos- periódicamente a ingentes cantidades de destrucción y violencia en todas sus variantes, en una suerte de bufet libre que termina formando parte de nuestras vidas de una manera indigesta. En el manga I Am A Hero de Kengo Hanazawa se describe de una manera muy afortunada esta situación al retratar cómo en la alienada sociedad japonesa actual sobreviene repentinamente el caos absoluto. En él, todos los valores se desmoronan, y por todas partes la gente muere y revive horriblemente. Pero lo que hace a la historia escalofriante es que, aun enfrentando los que quizás sean sus últimos días, los supervivientes se siguen comportando más o menos de la misma forma anodina previa al desastre. Como si vivir o morir no creara conflicto. Como si no pasara gran cosa o todos padecieran una enorme sordera mental. ¿Demasiado surround?


Jose Antonio Montero          
 

miércoles, 21 de mayo de 2014

Peligro de extinción


Paradiso

Título original: Paradiso Año: 2013. Duración: 70 min. País: España. Director: Omar A. Razzak. Guión: Omar A. Razzak, Daniel Remón Fotografía: Mikel Sáenz de Santamaría Reparto: Rafael Sánchez, Luisa Martínez, Juan Manuel Hidalgo, Julián Valbuena.

Dice Rafael que Cinema Paradiso es una de sus películas favoritas. Como Alfredo, el protagonista de aquella maravillosa película, Rafael es proyeccionista de cine. Un cine muy diferente al resto de salas comerciales. Un cine con encanto, tierno y tétrico al mismo tiempo, lúgubre pero peculiar, único. Un lugar en peligro de extinción que posee, como esas antiguas ruinas que un día albergaron algo, cierto poder de atracción, de curiosidad. Rafael trata diariamente de hacer de ese local un lugar más confortable y acogedor para los pocos clientes que va recibiendo y que casi semanalmente van reduciéndose en número. Acondiciona el local para hacerlo más agradable, tratando de fidelizar a la poca clientela que aún frecuenta las proyecciones, dibujando a mano los carteles, embelleciendo la entrada con plantas y regalando pequeños detalles a los clientes más incondicionales. Pero este no es un cine de pueblo, ni siquiera uno más, es el único cine que proyecta pornografía, el último reducto de las salas X de Madrid. Una suerte de refugio, de lugar común para unos cuantos que no han sabido —o no han querido— adaptarse a las nuevas formas de consumir pornografía.

La idea del documental nació de las imágenes tomadas durante dos años por la fotógrafa Laura M. Lombardía. Paradiso se presentó en la sección Zonazine del Festival de Málaga y pronto fue relegado a las pocas salas que apuestan por otro tipo de cine como la Cineteca de Madrid y la sala Zumzeig de Barcelona. El cierre en 2013 de los cines de la Corredera de San Pablo ha convertido a los Duque de Alba madrileños en la única sala X de la capital, lugar que sirve de punto de partida para contar una historia de la que el director del documental consigue transmitir la belleza y el encanto que a priori no tiene, y el espectador acaba saliendo con la extraña sensación de curiosidad y de atracción por conocer más cosas de ese extraño y sórdido lugar. Para ello Omar A. Razzak, director de la cinta, se vale de actores no profesionales —Luisa, Juan y el propio Rafael— que se interpretan a ellos mismos. Los tres se abren ante el espectador sin más guion que el de recrear las conversaciones y las situaciones que viven diariamente en el cine. Omar planta la cámara, normalmente con un plano fijo y distanciado de la acción, y deja que sean ellos, con un gran trabajo de improvisación y aportaciones propias, los que muestren al espectador cómo transcurre su día a día. Sobrio y frío en el estilo, sin narración ni voz en off, la cámara se limita a mostrar y sugerir —nunca entra en la sala ni enseña imágenes de las películas que allí se proyectan—, y mediante sucesión y repetición —a veces de manera irritante —de planos que siguen a Rafael en sus quehaceres diarios, o sugerentes imágenes fuera de plano que dicen más de lo que callan, lo cierto es que el documental cumple con sus intenciones, a saber: mostrar el funcionamiento de algo tan desconocido, anacrónico y frío como una sala X y dotar de belleza y encanto un lugar que en un principio no lo tiene, conseguido en gran parte gracias a unos personajes que desprenden veracidad y que consiguen arrancar sonrisas con una naturalidad y cotidianeidad impropias de actores no profesionales. Un relato que puede servir como parábola extrapolable a la decadencia de una forma de consumir cine -independientemente del género que este sea- que parece que se está perdiendo, pero del que aún quedan unos pocos seguidores incondicionales que se resisten a que desaparezca.


Carlos Rico Hernández-Claveríe

domingo, 18 de mayo de 2014

Revolución tras la Involución







 Snowpiercer/Rompenieves

Título original: Snowpiercer/Seolgungnyeolcha Año: 2013 Nacionalidad: Corea del Sur-Chequia-USA Duración: 126 min Dirección: Bong Joon-ho Guión: Bong Joon-ho y Kelly Masterson, basado en el cómic de Jacques Lob, Benjamin Legrand y Jean-Marc Rochette Fotografía: Hong Kyung-pyo Intérpretes: Chris Evans, Tilda Swinton, Jamie Bell, John Hurt, Kang-ho Song, Ed Harris, Luke Pasqualino, Octavia Spencer,  Ewen Bremner, Alison Pill.





 Lo que Bong Joon-ho hace es una imprudencia. O lo que en este mercado global puede tacharse como tal. Bong Joon-ho hace películas de evasión no complacientes, anti comerciales. Realiza extrañas historias transgenéricas trascendiendo drásticamente los géneros, y conquista espacios de libertad de manera inopinada. Un imprudente al que se le ha quedado pequeño su territorio. En esta producción plurinacional el director coreano demuestra, como ilustra su Rompenieves, que los obstáculos están para pulverizarlos si se cuenta con el impulso y la solidez del talento puro. Sin embargo, Bong Joon-ho no es un maestro, o no lo es todavía. Hay bastante en su cine de erróneo o de desmañado, de grandilocuente, de pueril.

Snowpiercer es una parábola política y social que se sirve como tantas otras de la ficción futurista para hablar de un presente real. Se subraya el tema de la estratificación de las sociedades, una diferenciación que, como sabemos, no ha remitido con el tiempo, sino que se va viendo prolongada y aumentada por evolucionados y sibilinos sistemas de ingeniería social. Y se apunta además el claro proceso de deshumanización de la especie humana en el que esta se halla inmersa desde su último paso evolutivo. Lo diré una sola vez: distopía. Este término lleva utilizándose de una manera abrumadora desde que se inició este siglo (la fecha ya la saben: 11/9/2001) para hablar, entre otras cosas, de un cine que, con los parámetros de la ciencia ficción, hurga en la conciencia del ahora porque suele ser incapaz de penetrar en la imaginación. No hay mundos nuevos ni capacidad de asombro. Hay una leve distorsión de la realidad, y a menudo un regocijo indisimulado en la capacidad destructiva del hombre. En este contexto se han producido obras estimables, pero también mucha filfa sobrealimentada de moralina. ¿Qué viene a significar Snowpiercer entre todo esto? ¿Cuáles son sus aportaciones al patrón? Pues en su calidad de film posmoderno (en el sentido de hibridación, de utilización desacomplejada de la cultura popular), no demasiado. Sus hallazgos pertenecen más al terreno cinemático: Bong Joon-ho es un coreógrafo de la idea visual, un confeccionador de planos icónicos plenos de información, un estilista de la insanía capaz de los cambios de tono más abruptos que puede ir del vigor adrenalítico a la calma chicha dejando al espectador sin tiempo para recolocarse. Tensa la duración de una escena más allá del límite narrativo o estético razonable. Introduce la sátira o la broma burda a continuación de una escena de tensión y masacre. Juega con la extrañeza, con la claustrofobia, con la locura, como si fueran cosas sin importancia. Todo le sirve, todo alimenta, todo es proteína.

Un toxicómano coreano va desbloqueando, merced a sus capacidades, una tras otra las puertas de los vagones-sección que separan a la chusma hacinada en los vagones de cola del tren de unas clases acomodadas abandonadas al hedonismo, indiferentes a sus miserables vidas y que las utilizan a capricho. El objetivo de estos desheredados, parias de una tierra glacial, es llegar hasta la máquina que tira del tren –una especie de mítico Reino de Oz- y hacerse con la supuesta libertad y con el poder. Atravesando esas puertas de la percepción, los hombres, mujeres y niños, comandados por Curtis (Chris Evans, cuya escasez de carisma impide elevarse al film en momentos en que este lo pide a gritos), van asistiendo a un espectáculo de revelaciones donde la estulticia y la corrupción campan a sus anchas; cada vagón-sección es casi un mundo en sí mismo, y también casi una película; como si el film realizara un cambio de agujas constante. Y van quedando en el trayecto momentos suntuosos; entre otros motivos gracias a un mutante diseño de producción que muestra sus deudas con la riqueza del cómic -concretamente con la BD ci-fi de los ochenta de la que surgen los álbumes que esta producción adapta- y, en su estética postindustrial, en el vestuario y en las tonalidades cromáticas, con la influencia de los ambientes soviéticos y postsoviéticos; no en vano el film está rodado en su mayor parte en la República Checa y en los célebres Estudios Barrandov. 


Cuando la cámara sale al exterior, es decir, fuera del tren, y nos muestra la superficie congelada de la Tierra y la parte externa del Snowpiercer, la película pierde textura y plausibilidad, puede que por consecuencia de un evidente, y poco orgánico en ocasiones, CGI. Mención aparte merece el apartado interpretativo (ya se ha mencionado antes uno de sus problemas), donde parece que la fórmula impuesta a un elenco, cuya función ha sido la de encarnar una ristra de personajes de repertorio, debía pasar por el histrionismo de Ewen Bremner (parece que Trainspotting hizo mella en él más allá de lo razonable); Alison Pill (en un momento que habrá hecho llorar a Robert Rodríguez); o una Tilda Swinton (que se está convirtiendo en el Alec Guinnes o en el Peter Sellers -a elegir- de su generación. Lo que no tiene porqué ser malo a priori); o el hieratismo sabio de John Hurt (influido aquí también por Sir Alec Guinnes versión Obi-Wan); o el hieratismo freak de Kang-ho Song (actor fetiche del director). Con lo cual resulta ardua o agotadora la actividad empática del espectador, a quien se somete a inconsistencias dramáticas, a trucos de escamoteo argumental y a efectismos bastante fraudulentos.

Es difícil estar completamente de acuerdo con esta obra. Pero ese es su triunfo. Sabemos que hemos viajado. A veces a disgusto, otras asombrados. Pero no por vías muertas, sino por cine vivo. La paradoja que da pie al argumento de este film, a saber: el hombre provoca un cataclismo para paliar el desastre que anteriormente ha generado, es equiparable a la paradoja Bong Joon-ho: hacer un cine imperfecto para alcanzar la perfección –esperemos, pero disfrutemos rabiosamente con lo que nos vaya dejando entretanto-. Lo dicho: un imprudente.  

Jose Antonio Montero                    

miércoles, 14 de mayo de 2014

Una cuchara

La imagen perdida
Título: L'image manquante. Año: 2013. Duración: 90 min. País: Camboya Género: Documemtal, Bélico, Histórico  Dirección: Rithy Panh. Guión: Rithy Panh. Música: Marc Marder.  Reparto: Documental.


La imagen de las olas en un mar picado chocando violentamente contra el objetivo de la cámara se repite a lo largo del metraje de La imagen perdida, señalando esa memoria terrible que vuelve una y otra vez, salvaje e inconquistable en su control. Y es que Rithy Panh ha construido una filmografía que, al menos en su vertiente documental, no deja de pivotar en torno al infame genocidio camboyano llevado a cabo por los Jemeres Rojos de Pol Pot entre 1975 y 1979. Panh lucha contra el olvido (los verdugos, y sólo algunos, no empezaron a ser investigados y juzgados hasta 2006, y la dinámica institucional del país tendía hacia la idea de superación y conciliación), y contra sus propios traumas (él mismo fue el único superviviente de toda una familia), y lo hace a través del rescate, casi arqueológico, de aquella documentación gráfica, humana, memorística y estadística que los Jemeres no llegaron a destruir. Así, en Bophana, una tragedia camboyana (1996), construye la memoria de un matrimonio destinado a desaparecer en el centro de tortura S21, partiendo de la correspondencia de la mujer y de una fotografía; en la monumental S21, la máquina roja de matar (2003), sigue los pasos conceptuales de Claude Lanzmann y su Shoah (1985), pero otorgando además voz a los verdugos, esenciales en la reconstrucción  de aquel paisaje moral y por lo tanto en la comprensión (si esta es posible), de los porqués de tamaña abyección; y en Dutch, le maître des forges de l´enfer (2011), ya con el Tribunal de Camboya instituido, entrevista al que fuera director del S21, dando el protagonismo absoluto al monstruo mientras espera su apelación.    
Está trilogía sobre el S21 hablaba acerca de la demolición moral y física de todo un pueblo, pero obviaba la dolorosa experiencia individual vivida durante el genocidio que su autor compartía con los protagonistas (aunque ciertamente no en dicho centro de tortura), convertidos a veces en alter egos de Panh. Porque, ¿cómo enfrentarse directamente con el horror vivido en primera persona? ¿Cómo plasmarlo?

La imagen perdida es un film autobiográfico rodado en clave documental cuya invención formal es la respuesta a las preguntas arriba referidas. Quizá un poco a la manera de Ari Folman en Vals con Bashir (2008), que estilizó la reconstrucción de sus recuerdos por medio de la animación rotoscópica, Rithy Panh utiliza personajes hechos de arcilla a los que coloca en los escenarios de su infancia, pero no los anima, anima los fondos, a menudo filmaciones reales o maquetas en movimiento, anima el lago, la televisión, la propia cámara que filma la película y que no deja de trazar panorámicas o bellos travellings descriptivos, pero no a las figuras de arcilla que, según la tradición camboyana, son sagradas y ya tienen en su interior un alma que les da vida (para siempre conservada en las imágenes). Lejos queda de un resultado estático, más bien todo lo contrario, la expresividad de las figuras es terriblemente bella y dolorosa, además, como en La Jetée (Marker, 1962), el ambiente sonoro remarca eficazmente las atmósferas, a menudo punteadas por fragmentos de filmaciones de los Jemeres Rojos (prácticamente cualquier otro rasgo audiovisual del pasado se eliminó por burgués y antirrevolucionario).
La evidente escisión del resto de sus documentales sitúa la cinta en un punto intermedio entre estos y su obra de ficción. Por primera vez, y para remarcar el carácter subjetivo de la narración, el director utiliza la voz en off como hilo conductor, una voz lírica y, en ocasiones, retórica que diserta poéticamente y en primera persona sobre la infancia en Phnom Penh (alegre, llena de familiares, cine y música de influencia occidental), en triste contraste con lo que vendría después, esa mezcla enferma y torcida de sociedad agraria hiperestructurada de inspiración maoista, sustentada en la filosofía de la vuelta a los orígenes ancestrales planteada por Rousseau, en este caso, la antigua cultura jemer. El autor necesita liberarse del dolor y la impotencia, necesita pasarnos esos recuerdos para que la presión que ejercen sobre él se relaje. Por tanto, la película, de nuevo al igual que la de Folman, sirve también como terapia (ahí está la figura del diván), para exorcizar tan reales demonios. A pesar de no haber encontrado esa imagen perdida que busca y que da título a la obra (en realidad cualquier material gráfico que documente los atroces asesinatos del régimen), reconstruye algo valiosísimo: el relato de la dignidad y el amor sentidamente dedicado a sus familiares, todos fallecidos durante el genocidio pero todos retratados lejos del dolor, a través de la alegría y el recuerdo de lo que esos seres representaron para él.   

Ahí quedan las vibrantes imágenes en las que Rithy Panh niño se disocia de la atroz realidad y recuerda días mejores, o en las que se embarca en esas fugas oníricas trufadas por la mitología que despertaba la cultura de masas de influencia norteamericana, símbolos a su vez del mundo exterior. La imagen perdida parte del libro, también de Panh, La eliminación, pero su visionado se convierte en una experiencia estética y humana más allá de la barbarie. La laxitud formal, que a menudo cobra carácter de collage, remueve pero deja tras de sí poesía y belleza que nos recuerdan la importancia y el valor de la memoria histórica e individual y la capacidad del cine como testigo para luchar contra sistemas que, como el de la Kampuchea Democrática, no sólo pretenden la eliminación sino la destrucción sistemática de lo humano, reducido al miedo, la delación, un mono de vestir negro y una cuchara para comer, pues aquí las cacerolas también son signo de propiedad privada y, por lo tanto, antirrevolucionarias. La sinrazón necesita de cineastas como Rithy Pahn, cineastas que mientras vivan no renuncien al verdadero cine político, creando desde la ética los dispositivos necesarios para que la amnesia no gane la partida al ejercicio de la Historia.   

Miquel Zafra


Eso que llamamos vivir


Frances Ha

Título original: Frances Ha Año: 2012. Duración: 86 min. País: Estados Unidos. Director: Noah Baumbach. Guión: Noah Baumbach, Greta Gerwig Fotografía: Sam Levy (B&W) Reparto: Greta Gerwig, Mickey Sumner, Adam Driver, Michael Esper, Grace Gummer,Charlotte d'Amboise, Michael Zegen, Patrick Heusinger, Justine Lupe.

El impredecible capricho de la distribución ha querido que dos películas de temática similar y rodadas en blanco y negro hayan coincidido en cartelera en nuestro país: la americana Frances Ha y la alemana Oh Boy. La primera, dirigida por Noah Baumbach; la segunda, por Jan Ole Gerster. Ambas, hablan del difícil proceso de hacerse mayor. Dos retratos generacionales, especialmente el segundo por estar localizada en una reconocible ciudad como Nueva York, que guardan estrecha relación con el cine de Woody Allen.

Hay, no obstante, más similitudes entre Oh Boy aparte del tono cromático. Ese retrato de la juventud, de la duda existencial, los miedos, los temores y las inseguridades, las preocupaciones y el desconsuelo por dar ese salto al vacío que parece la vida adulta, esa incapacidad de adaptación planea a lo largo de las dos películas. Es más, los protagonistas de ambas películas se complementan, encajan y hasta podrían gustarse. Ambos afrontarán, con mayor o menor atino, la crisis existencial que supone para ellos, como para muchos, madurar, convertirse en adulto, dejar de ser joven.

Noah Baumbach compone en este caso su obra más madura y certera hasta la fecha. Más ácida y sarcástica en la escritura, Frances Ha es más próxima, tierna y emotiva que Una historia de Brooklyn y Greenberg, y acaba siendo una auténtica declaración de intenciones hacia su musa, coguionista, protagonista y pareja, Greta Gerwig, a la que entrega un papel hecho a medida. Frances, desnortada e ingenua, busca con vehemencia su sitio en el mundo, y soporta con asombrosa entereza y envidiable valor los palos que le da la vida, de los cuales consigue recomponerse con un fortalecido optimismo. No cae en la autocompasión ni en la deriva que pudieran causarle las decepciones y los batacazos de la vida. Está aprendiendo a vivir pero da la sensación de que es algo que ya conoce desde hace tiempo. Y ese proceso de maduración y de aprender lo que es la vida acaba convirtiéndose en un agradable y preciosista retrato  generacional que también aparece en Oh Boy.

Es este de forma deliberada o no, pero en cualquier caso evidente, un homenaje al cine de la Nouvelle Vague, y es también un tributo al cine del Woody Allen de los años 80. Empezando por la elección de Nueva York como ciudad universalmente reconocible y admirable, por el tratamiento del color y de la música magistral Georges Deleure y por la aparente facilidad del realizador neoyorkino para transmitir y crear emociones. De la dirección, lo más destacable es la afortunada capacidad de Noah Baumbach para cortar el plano en el momento oportuno, consiguiendo así transmitir exactamente lo que busca en todo momento los miedos y las inseguridades de Frances sin caer en un excesivo dramatismo. Una radiografía optimista, pese a todo, de esa etapa de indeterminación e inseguridad que es hacerse mayor. Un recorrido por las desdichas de una joven que busca incansablemente su sitio en el mundo, sus aciertos y sus errores, sus fracasos y sus éxitos que determinarán quién será en el futuro. Una carrera de obstáculos, de constante aprendizaje, de caer y levantarse, de, en definitiva, todo eso a lo que llaman  (sobre)vivir. 


Carlos Rico Hernández-Claveríe

lunes, 12 de mayo de 2014



La misteriosa adolescencia

Joven y bonita (Jeune et jolie). Año: 2013. Duración: 95 minutos. País: Francia. Director: François Ozon. Guión: François Ozon. Reparto: Marine Vacth, Géraldine Pailhas, Frédéric Pierrot, Charlotte Rampling, Johan Leysen, Fantin Ravat, Nathalie Richard, Laurent Delbecque, Akéla Sari, Lucas Prisor. Productora: Mandarin Films




En 1983, el director francés Maurice Pialat compuso en "A nuestros amores" un gran retrato sobre el despertar sexual en la adolescencia y sus repercusiones en los jóvenes y en sus familias. De forma cruda, áspera, real, retrata la vida de una adolescente que va de amante en amante sin encontrar el amor que ella misma es incapaz de ofrecer. 30 años después, François Ozon, uno de los deudores de ese cine francés a lo Maurice Pialat o Claude Sautet que retrató la burguesía francesa desde la veracidad, la sobriedad y el refinamiento, ha realizado con "Joven y bonita" otro preciso retrato del despertar a la edad adulta. En este caso, remitiéndonos a la temática de la película de Luis Buñuel, "Belle de jour" (1967), donde contemplábamos a Catherine Deneuve, una joven burguesa que se introducía, sin motivo aparente, en el mundo de la prostitución.

Dividida en base a las 4 estaciones del año, precedidas por sendas canciones de François Hardy, contemplamos un año en la vida de Isabelle, una bella adolescente de 17 años que vive de forma acomodada en París con su madre, su padrastro y su hermano pequeño. Tras un arranque luminoso en el verano de la costa francesa que parece sacado de uno de los cuentos de Rohmer, donde asistimos a la iniciación sexual de Isabelle, la historia se torna en intrigante y oscura en el otoño parisino, donde contemplamos de forma abrupta cómo Isabelle lleva una doble vida, estudiante y prostituta. A partir de ahí, contemplamos un veraz retrato de la búsqueda de Isabelle de su propia identidad y de las reacciones que ese conflicto provoca en los demás.

Desde un punto de vista realista, con incómoda naturalidad, François Ozon, sin juzgar a su protagonista, se limita a observarla con una cierta distancia. La acompaña de referencias culturales que apoyan y evocan la adolescencia y el mundo burgués, los versos de "Con diecisiete años" de Rimbaud, la sutil referencia a "Las amistades peligrosas" de Laclos o las canciones de Hardy, y con todo ello, nos invita a contemplar y desentrañar los motivos del comportamiento de Isabelle y que saquemos nuestras propias conclusiones. Ella, Marine Vacth, más allá de su deslumbrante belleza, le da sentido y credibilidad a la película con su sensualidad y mirada melancólica que le dota de un aura de misterio. "Joven y bonita" es perturbadora, provocadora, sutil, elegante. Una fascinante contemplación de la sexualidad adolescente. Y después de todo, llegamos a ese despertar en la habitación de hotel 6095 que nos deja un poso de poética melancolía, belleza y misterio. La misteriosa adolescencia.

Sergio Zamora Sainz-Ezquerra