miércoles, 29 de enero de 2014

Tontos a millones


El Lobo de Wall Street

Título original: The Wolf of Wall Street Año: 2013 Nacionalidad: USA Duración:
179 min Dirección: Martin Scorsese Guión: Terence Winter, según el libro de Jordan Belfort Fotografía: Rodrigo Prieto Música: Howard Shore Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Jean Dujardin, Margot Robbie, Jon Favreau, Shea Whigham, Ethan Suplee, Rob Reiner, Christine Ebersole, Joanna Lumley.



Esta es una historia que no comienza con un “Érase una vez…”, sino que lo hace proyectando en la pantalla el logotipo de una extraña corporación empresarial que viene a sustituir al título y los créditos habituales. Como si el proyeccionista nos diera el cambiazo de la película por un inesperado e indeseado publirreportaje. ¿Y qué es un publirreportaje, cuál es su fin? No nos engañemos, no hace falta explicarlo demasiado a estas alturas: vendernos algo que no necesitamos ni queremos; cubrir ese hueco inexistente que hay en nuestras vidas. “Vendemos basura a los basureros”, le dice, en funciones de seductor gurú, Mark Hanna (Matthew McConaughey) a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), el bisoño lobezno recién llegado a Wall Street; ese Olimpo contemporáneo, lleno de dioses igual de locos, pero más peligrosos que los antiguos: porque estos de ahora son demasiado reales. Belfort aplicará dicha máxima ciegamente, pero tendrá que hacerlo –debido a una serie de reveses coyunturales que le devuelven a la casilla de salida del Monopoly- algo alejado del panteón donde tienen lugar las grandes, las verdaderas transacciones bursátiles. La oportunidad surgirá, inesperadamente, en los arrabales del mundo de los negocios; y será ahí, en el grasiento paraíso del chanchullo, desde donde Jordan Belfort iniciará su ascenso hasta la cima del dolar.

Es evidente que este tipo de punto de partida es muy querido al cine de Martin Scorsese. El ascenso y la caída, la combustión espontánea de los héroes scorsesianos, forman la mayor parte del corpus de su obra. Y he aquí su última variación: en una farsa oscilante de fascinación y repulsión, que consigue que como espectadores nos sintamos integrados en una pandilla de idiotas de barrio que, de la noche a la mañana, se hace dueña del mundo escarbando sin miramientos los caninos de esa alimaña primaria y codiciosa que el hombre lleva dentro de sí pero no demasiado. Como también es habitual en él, hay un retrato de épocas pasadas: partiendo del relato autobiográfico del mismo Jordan Belfort –una especie de Calígula de nuestros días que cuenta sus desaforadas vivencias juveniles como broker durante las postrimerías de los años ochenta-, Scorsese vuelve a hacer un alarde de ambientación y puesta en escena. Y, como aquella década fue muchas cosas menos elegante, él tampoco lo es en este caso. Me explico: se ha dicho que estamos ante una especie de Casino para capullos, y la afirmación, aunque suene ordinaria, no es descabellada. Pocas escenas hay en este film que no estén contagiadas de la estupidez y el desatino de los personajes; la trama es hiperbólica y así está rodada y organizada, como un pandemonium de exhibicionismo macho con un prurito de cartoon a lo Tex Avery que no se detiene a tomar aire. El film no quiere ser complejo, y el libreto de Jordan Belfort y Terence Winter (guionista de la serie Los Soprano y showrunner de Boardwalk Empire, que produce Scorsese y de la que el mismo dirigió su episodio piloto) no busca el juicio moral, al menos no de manera evidente (lejos quedan los tiempos de Paul Schrader); el pathos queda para la metabolización posterior a su visionado. A Scorsese parece sólo interesarle la ostentación de la imbecilidad (o viceversa) a través del enriquecimiento galopante, y la atracción que, de esa ostentación, se produzca en la retina del precarizado espectador actual. Por eso ha creado aquí –después de haber acariciado el proyecto largo tiempo- el perfecto blockbuster de nuestros días; porque ha encontrado el momento y el material adecuado y lo ha sabido reunir en un producto donde se contemplan las tres máximas aspiraciones de nuestra época: ganar mucha pasta, no pensar y tocarse las narices. Adicción a las drogas, adicción al sexo, adicción al dinero. Esta es la épica que nos toca.


De esa épica surge Jordan Belfort, El Lobo de Wall Street, o quizás haya que decir, siendo más justos con esta producción, que lo que surge es la composición que DiCaprio hace de él, creando un personaje cuasi grotesco que corre el peligro de convertirse con el tiempo en El Nota de los no perdedores en ciernes, en un personaje de culto idóneo para los anarco-capitalistas, esos antisistema genuinos que, burlándose de la ética y la legalidad, gritan enfervorizados “Fuck you USA!” mientras festejan sus triunfos millonarios, y que pueden ver en este Goldfinger -quien precisamente elige para la celebración de su boda el tema de Shirley Bassey- un icono y un referente (a)moral.
Desbordante, incontinente (pero sin sacrificio de la coherencia interna) , diarreica –hay bastante presencia de algunas constantes de la Nueva Comedia Americana-, con tres horas de metraje que apenas decaen (quizá, y sólo quizá, se podría haber recortado algo en la mesa de montaje de la vigorosa Thelma Schoonmaker). Estamos ante una película estimulante, y discutible, por supuesto, pero lo que ante todo es ahora -de una forma deleznable, pero divertida, y en algún momento hilarante- es un digresivo capítulo de la crisis de todo en sus primeros estadios, contado a la manera de Tom Wolfe  –con Hunter S. Thompson aportando quizá la abundante nota lisérgica- y escrito con la mano momificada de Dostoievski (gran Crimen y relativo Castigo). Scorsese pone el bolígrafo y lo transforma en espectáculo. Y luego nos lo vende.


José Antonio Montero.
     


1 comentario:

  1. Menuda crítica tan estupenda has hecho, José. Me gusta la tensión que hay en el texto entre la repulsa por el mundo y el personaje que retrata y el análisis riguroso de sus aciertos y debilidades. Es muy interesante y pertinente que traigas el nombre de Schrader a colación. Recuerdo que, en su día, cuando s le preguntó por "Casino", Schrader dijo que no entendía cómo su viejo compañero de viaje podía dedicar una película de tres horas a gente sin alma. No sé lo que pensará de "El lobo de Wall Street".
    Es brillante, también, tu reflexión inicial sobre la película como falso publirreportaje. Enhorabuena por un texto tan sólido y tan enérgico.

    un abrazo,

    Jordi Costa

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