lunes, 20 de enero de 2014

Superación del vaciado

Historia de mi muerte
Título: Historia de la meva mort Año: 2013. Duración: 148 min. País: España Género: Drama, Fantástico, Siglo XVIII, Siglo XIX Dirección: Albert Serra Guión: Albert Serra Música: Ferran Font, Enric Juncá, Joe Robinson, Marc Verdaguer Fotografía: Jimmy Gimferrer, Ángel Martín, Artur Tort Reparto: Vicenç Altaió, Eliseu Huertas, Lluís Serrat, Montse Triola, Noélia Rodenas, Clara Visa, Cláudia Robert, Mike Landscape, Xavier Pau, Lluís Carbó



Si pasamos por alto la primera película de Albert Serra, Crespià, the film not the village (2003), divertidísimo y surrealista film músico-rural con maneras amateur, del que más o menos reniega, el primer cine del autor de Bañolas, ese que levantó pasiones en Cannes e indiferencia en España, se articula en torno al vaciado de casi todo lo extra-cinematográfico, es decir, sólo permanece aquello que convierte en cine al cine, la imagen en movimiento en un cauce temporal (y su sonido directo).  Y como cine es difícil -por lo que tiene de inflexible su propuesta formal, por llevar al paroxismo los tiempos muertos que emergieron de la modernidad, aquí convertidos en norma- , y a la vez el más simple que existe: tanto Honor de cavalleria (2006) como El cant del ocells (2008), son abstracciones de la cultura clásica. Ambas utilizan figuras canónicas como El Quijote y los Tres Reyes Magos, vaciando su representación de cualquier componente argumental, dramático, simbólico, ideológico o psicológico, hasta el punto de que si no fuera por la contextualización que otorga el vestuario, emergerían las personas reales, esos no actores, conocidos del pueblo del director (los asiduos y entrañables Lluís Carbó y Lluís Serrat), mientras improvisan extraños, arrítmicos y divertidos diálogos provocados por Serra. Otro vaciado, en lo actoral, que nada tiene que ver en su objetivo con las técnicas practicadas por Bresson y sus alumnos cinematográficos. Queda entonces  la superficie de las imágenes, nada más allá de ellas, pero tampoco nada menos. Sin embargo, esta propuesta conceptualista, si bien puede resultar interesante y estimulante, aboca a Serra al vacío y al callejón sin salida de la repetición, o lo que es lo mismo, a una necesaria evolución estilística que le permita seguir descubriéndose a sí mismo como autor.

Eso precisamente supone Historia de la meva mort (ganadora en Locarno 2013), ese paso más allá que conserva la genética de su cine anterior a la vez que la trasciende, además de erigirse como la película más placenteramente digerible de su obra. De entrada, aquí sí hay tesis, sí hay relato, aunque se desdibuje según avanza, y sí hay construcción de personajes. Serra presenta de nuevo dos figuras archiconocidas (una real, otra ficticia), iconos de la tradición narrativa, que dividen en dos la historia y condicionan cada una de sus partes. En la primera parte (brillante, ligera), un Casanova muy anal, oral y genital, servirá como metáfora y vehículo para la visualización crepuscular de una sociedad, la del racionalismo de la ilustración, en decadencia y desintegración, enfrentada a una inminente y radical mutación. Mutación que Casanova divisa aunque malinterpreta, pues para él (que anticipa repetidas veces La Revolución), el futuro será una extensión utópica de las constantes artísticas y científicas del racionalismo. Serra muestra a Casanova en su cotidianeidad palaciega mientras diserta sobre política, filosofía, anticlericalismo y arte con su mayordomo Pompeu (Lluís Serrat, casi siempre mudo, tierno, ingenuo, él mismo otra vez), a la vez que come granadas y dulces, practica sexo escatológico con las criadas o defeca con inmenso placer en el urinario, siempre acompañado por una estridente risa de sátiro que vulgariza al personaje.  El Casanova que compone, con singular gracia y personalidad, Vicenç Altaió, es un personaje decadente, pringoso, obsoleto, desfasado, cada acción que realiza está marcada por esa liviandad hueca y ese amaneramiento en lo social tan propio del Siglo de las Luces. Y de la luz a la oscuridad. Lo que vendrá después no será ningún tipo de utopía (de las revoluciones democráticas), sino la exaltación del yo propia del Romanticismo, y el oscurantismo y el mal derivados de las revoluciones industriales. La segunda parte (más densa), está dominada por Drácula. Casanova abandona el palacio y emprende un viaje por la Península Balcánica para introducirse, poco a poco, en ese otro mundo que le ha de sustituir. Desde que cruza en barca de una orilla del río a otra, representación del paso al otro lado, la narración se va desarticulando, Casanova deja de estar tan presente y Drácula o su presencia abstracta le sustituyen. Entonces, sólo queda la vampirización de una zona prestada a lo esotérico y a lo irracional (hay sacrificios, alquimia, en dos escenas de poderoso claroscuro visual), atavismos que Drácula potencia mientras crea una red de dolor, dependencia y terror (esos gritos desgarrados que son energía pura), en la que todos acaban cayendo.

La representación actoral sigue siendo teatral (los mordiscos vampíricos tan suaves y de aspecto tan poco saturado), pero hay personajes sólidos y muy trabajados como los mismos Casanova y Drácula (Eliseu Huertas, gélido, opaco, amo del bosque), que, por primera vez, recitan textos elaborados en un guión aunque con la libertad de la improvisación constante. Hay arco argumental y componentes dramáticos (la vampirización de las campesinas, que se convierte en relectura contemplativa del origen de las tres novias de Drácula), pero estos se diluyen porque es la única forma en que Serra puede concebir su visualización del mal en toda su inaprensible dimensión. Por ello, la película queda rítmicamente descompensada, lo que en este caso implica más bien un colapso pretendido del tempo mantenido durante la primera parte. Tampoco renuncia al esteticismo pictórico (hay ecos de Goya), aquí más sofisticado que en otras obras, sirviéndose de luz artificial, mucho grano, colores densos, y el re-encuadre digital a posteriori (de tal forma que todos los encuadres son, parcialmente, responsabilidad última de Serra y no del operador o del director de fotografía). Vuelve su estilo estático de puesta en escena (hay un solo movimiento de cámara y éste es diegético, es decir la cámara se mueve porque se mueve el carro en el que está), sin embargo existe un mayor trabajo de montaje que le confiere dinamismo y pulso. Añade, eso sí, una potente y sugestiva  banda sonora original ausente (salvo en escenas puntuales), de su cine anterior. En definitiva, el nuevo trabajo de Serra supone un paso adelante en su filmografía, mostrando diversas y nuevas inquietudes en el quehacer cinematográfico y dando como resultado una película completamente coherente con su obra previa, evolutiva con respecto a la misma, de originalísima personalidad, bellos planteamientos estéticos y, en ocasiones, gran capacidad hipnótica, aunque también peque de hinchazón innecesaria hacia el tramo final del metraje. No obra de madurez, Serra todavía es muy joven, pero sí obra de profundización y expansión estilística con la que el director consigue una terrorífica y divertida (también algo abstracta), visión del tránsito hacia la sociedad moderna, esa sociedad mecánica y deshumanizada que Drácula vaticina y que anuncia el triunfo del mal sobre todas las cosas.

Miquel Zafra

1 comentario:

  1. Miquel... ¡¡¡me gusta mucho más tu crítica que la propia película!!! Pero, aún hay más: hasta el momento yo siempre decía que era un placer leer sobre el cine de Serra, pero que esos textos evocaban películas que luego no se correspondían con lo que había visto en pantalla. No es este el caso: me has hecho ver y comprender con claridad, profundidad y sin poses teóricas lo que vi y, en su momento, no me gustó. Quizá tu texto me ha hecho querer un poco esta película.

    un abrazo,

    Jordi Costa

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