miércoles, 14 de mayo de 2014

Una cuchara

La imagen perdida
Título: L'image manquante. Año: 2013. Duración: 90 min. País: Camboya Género: Documemtal, Bélico, Histórico  Dirección: Rithy Panh. Guión: Rithy Panh. Música: Marc Marder.  Reparto: Documental.


La imagen de las olas en un mar picado chocando violentamente contra el objetivo de la cámara se repite a lo largo del metraje de La imagen perdida, señalando esa memoria terrible que vuelve una y otra vez, salvaje e inconquistable en su control. Y es que Rithy Panh ha construido una filmografía que, al menos en su vertiente documental, no deja de pivotar en torno al infame genocidio camboyano llevado a cabo por los Jemeres Rojos de Pol Pot entre 1975 y 1979. Panh lucha contra el olvido (los verdugos, y sólo algunos, no empezaron a ser investigados y juzgados hasta 2006, y la dinámica institucional del país tendía hacia la idea de superación y conciliación), y contra sus propios traumas (él mismo fue el único superviviente de toda una familia), y lo hace a través del rescate, casi arqueológico, de aquella documentación gráfica, humana, memorística y estadística que los Jemeres no llegaron a destruir. Así, en Bophana, una tragedia camboyana (1996), construye la memoria de un matrimonio destinado a desaparecer en el centro de tortura S21, partiendo de la correspondencia de la mujer y de una fotografía; en la monumental S21, la máquina roja de matar (2003), sigue los pasos conceptuales de Claude Lanzmann y su Shoah (1985), pero otorgando además voz a los verdugos, esenciales en la reconstrucción  de aquel paisaje moral y por lo tanto en la comprensión (si esta es posible), de los porqués de tamaña abyección; y en Dutch, le maître des forges de l´enfer (2011), ya con el Tribunal de Camboya instituido, entrevista al que fuera director del S21, dando el protagonismo absoluto al monstruo mientras espera su apelación.    
Está trilogía sobre el S21 hablaba acerca de la demolición moral y física de todo un pueblo, pero obviaba la dolorosa experiencia individual vivida durante el genocidio que su autor compartía con los protagonistas (aunque ciertamente no en dicho centro de tortura), convertidos a veces en alter egos de Panh. Porque, ¿cómo enfrentarse directamente con el horror vivido en primera persona? ¿Cómo plasmarlo?

La imagen perdida es un film autobiográfico rodado en clave documental cuya invención formal es la respuesta a las preguntas arriba referidas. Quizá un poco a la manera de Ari Folman en Vals con Bashir (2008), que estilizó la reconstrucción de sus recuerdos por medio de la animación rotoscópica, Rithy Panh utiliza personajes hechos de arcilla a los que coloca en los escenarios de su infancia, pero no los anima, anima los fondos, a menudo filmaciones reales o maquetas en movimiento, anima el lago, la televisión, la propia cámara que filma la película y que no deja de trazar panorámicas o bellos travellings descriptivos, pero no a las figuras de arcilla que, según la tradición camboyana, son sagradas y ya tienen en su interior un alma que les da vida (para siempre conservada en las imágenes). Lejos queda de un resultado estático, más bien todo lo contrario, la expresividad de las figuras es terriblemente bella y dolorosa, además, como en La Jetée (Marker, 1962), el ambiente sonoro remarca eficazmente las atmósferas, a menudo punteadas por fragmentos de filmaciones de los Jemeres Rojos (prácticamente cualquier otro rasgo audiovisual del pasado se eliminó por burgués y antirrevolucionario).
La evidente escisión del resto de sus documentales sitúa la cinta en un punto intermedio entre estos y su obra de ficción. Por primera vez, y para remarcar el carácter subjetivo de la narración, el director utiliza la voz en off como hilo conductor, una voz lírica y, en ocasiones, retórica que diserta poéticamente y en primera persona sobre la infancia en Phnom Penh (alegre, llena de familiares, cine y música de influencia occidental), en triste contraste con lo que vendría después, esa mezcla enferma y torcida de sociedad agraria hiperestructurada de inspiración maoista, sustentada en la filosofía de la vuelta a los orígenes ancestrales planteada por Rousseau, en este caso, la antigua cultura jemer. El autor necesita liberarse del dolor y la impotencia, necesita pasarnos esos recuerdos para que la presión que ejercen sobre él se relaje. Por tanto, la película, de nuevo al igual que la de Folman, sirve también como terapia (ahí está la figura del diván), para exorcizar tan reales demonios. A pesar de no haber encontrado esa imagen perdida que busca y que da título a la obra (en realidad cualquier material gráfico que documente los atroces asesinatos del régimen), reconstruye algo valiosísimo: el relato de la dignidad y el amor sentidamente dedicado a sus familiares, todos fallecidos durante el genocidio pero todos retratados lejos del dolor, a través de la alegría y el recuerdo de lo que esos seres representaron para él.   

Ahí quedan las vibrantes imágenes en las que Rithy Panh niño se disocia de la atroz realidad y recuerda días mejores, o en las que se embarca en esas fugas oníricas trufadas por la mitología que despertaba la cultura de masas de influencia norteamericana, símbolos a su vez del mundo exterior. La imagen perdida parte del libro, también de Panh, La eliminación, pero su visionado se convierte en una experiencia estética y humana más allá de la barbarie. La laxitud formal, que a menudo cobra carácter de collage, remueve pero deja tras de sí poesía y belleza que nos recuerdan la importancia y el valor de la memoria histórica e individual y la capacidad del cine como testigo para luchar contra sistemas que, como el de la Kampuchea Democrática, no sólo pretenden la eliminación sino la destrucción sistemática de lo humano, reducido al miedo, la delación, un mono de vestir negro y una cuchara para comer, pues aquí las cacerolas también son signo de propiedad privada y, por lo tanto, antirrevolucionarias. La sinrazón necesita de cineastas como Rithy Pahn, cineastas que mientras vivan no renuncien al verdadero cine político, creando desde la ética los dispositivos necesarios para que la amnesia no gane la partida al ejercicio de la Historia.   

Miquel Zafra


4 comentarios:

  1. Una crítica extraordinaria, documentada y completísima, Miquel.

    un abrazo,

    jordi

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  2. Me sumo a las alabanzas de Jordi, Miquel. Es un placer leerte.
    Jose Antonio

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  3. Muchas gracias por tan buenas palabras que sin duda me alegran el día, más cuando la sensación es recíproca: también es un placer leerte, Jose Antonio.

    Miquel

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  4. Muchas gracias por tan buenas palabras que sin duda me alegran el día, más cuando la sensación es recíproca: también es un placer leerte, Jose Antonio.

    Miquel

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