domingo, 17 de noviembre de 2013


“El Juicio del Todopoderoso”

  Sólo Dios Perdona

(Only God Forgives)



 



Nacionalidad: Francia, USA, Tailandia. Año: 2013. Director y guión: Nicholas Windign Refn. Fotografía: Larry Smith. Color. Diseño de producción: Beth Mickle. Música: Cliff Martinez. Montaje: Matthew Newman. Duración: 92 minutos. Intérpretes: Ryan Gosling, Kristin Scott Thomas, Vithaya Pansringarm.



Aunque, en sentido estricto, Bangkok no es el auténtico nombre de la capital de Tailandia, así es como mundialmente es conocida. En realidad ese es el nombre de una parte de uno de los lados del río Chao Phraya, que fluye desde la región montañosa del norte del país y que va a desembocar en el golfo de Tailandia, cerca de Bangkok. En tailandés, Bangkok es conocida como Krung Thep Mahanakhon, que significa “la ciudad de los ángeles”. Al inicio de este film –con unas imágenes sugestivas, que crean desde el primer momento una atmósfera fantasmática que será por la que el resto de la película irá transitando, induciendo en el espectador la expectativa de que va a enfrentarse a una obra de características líquidas, alejadas de convencionalismos-, un hombre joven, occidental, que viste una camisa de color rojo empapada en sudor, habla con otro occidental (Ryan Gosling) en una estancia en penumbra que recibe de manera indirecta una luz sesgada, filtrada a través de celosías de hormigón, una luz roja que será la predominante dentro de la gama cromática de la película. El primer hombre, con gesto hosco, anuncia algo: su intención es salir a la noche de Bangkok buscando el infierno, o desatarlo por sí mismo si no lo encuentra. Esto es lo que activa la trama de “Sólo Dios perdona”; ese infierno es el hábitat de esta historia. Un infierno al que no es necesario descender, pues aquí se encuentra a ras de suelo, y sobre ese suelo posan sus pies seres despojados, niños inocentes, madres preñadas de cólera y venganza, y un dios que los juzga a todos con severidad y los castiga en consecuencia. La luz de un rojo determinante, hiriente, impregna a todos los hombres, a todas las mujeres, a todos los lugares, lo envuelve todo, como si la ciudad de Bangkok no fuese un territorio real sino algo imaginado por otro dios, uno aburrido y perverso –quizás ese dios con el que el director del film, atravesando un momento personal difícil (como él mismo ha declarado) que le llevó a una crisis existencial, se imaginaba manteniendo un combate físico- que juegue con ella, como si fuera un globo relleno, más allá de su resistencia, de un plasma denso que amenaza con reventarlo en cualquier momento. Si es que antes ese ser supremo, cansado de jugar, no lo deja caer sin más en alguno de los abismos que se abren bajo sus pies.



Nicholas Winding Refn crea a partir de este hecho un argumento de hilazón tenue. Y se sirve de manera evidente de las claves de la Tragedia clásica para conformar su vehículo narrativo y visual. Es palpable su esfuerzo por transmitir durante todo el metraje un sentimiento trágico de la vida, una solemnidad que no siempre funciona. Los personajes están imbuidos de un hieratismo melvilliano, claramente forzado, que los aleja de lo carnal –a pesar de toda la sangre que vemos manar de sus cuerpos- hasta llevarlos a lo puramente arquetípico. Son vectores de una violencia fílmica bastarda, moviéndose en una dirección que los lleva a transitar, hasta un punto de destino incierto, uniendo puntos referenciales del reciente cine de género asiático o de Tarantino, pero también, o eso ha creído percibir quien suscribe, de Kaurismäki, e incluso de David Lynch. Y es difícil obviar, en esa profusión de planos simétricos, una cierta afinidad al estilo Kubrick. Tampoco podemos ignorar –algo que el propio director no hace, pues lo asume y lo explicita en los agradecimientos finales- la influencia del trabajo de Gaspar Noé. Refn es un director cinéfilo, algo que ya había dejado claro en su obra anterior, y esto hace de su cine un ejercicio de estilo no tan propio, no tan genuino, pero igualmente válido, sobre todo en esta era de posmodernismo aplicado desacomplejadamente a las artes y a la industria del entretenimiento.









Hay muchos pasillos en este film y, al final de ellos, puertas que se abren a una oscuridad que atrae a los personajes -y con ellos al espectador- quizá a otro mundo, o a otra película que nunca acaba de ser o que es puro onirismo consciente; un onirismo leve, más de duermevela que de profundidad y abandono. Pero también es claro que la violencia de todo tipo a la que se asiste desde el principio, y donde todo lo que no es violento parece estar filmado únicamente para precederla, no hace de “Sólo Dios perdona” una obra más epidérmica en el sentido de que busque la reacción catártica de quien la contempla. El sonido, los decorados, el (gran) empleo de la luz, el movimiento de la cámara, están dispuestos y tratados de tal forma por Refn que uno es capaz de percibir la tensión que se produce en cada uno de los ángulos de sus fotogramas, ese empeño “esforzado” por hacer de todos y cada uno de ellos algo “memorable”. Y ese empeño no tiene por qué ser negativo cuando se percibe cierta honestidad en ello y no un simple arrebato narcisista, una impostura.



Debe alabarse el riesgo que afronta Refn al no optar por el continuismo y evitar reproducir los mismos códigos de su anterior película, que tan efectiva la hicieron de cara a su exitosa recepción mundial y que colocó al director en una posición privilegiada tras una carrera ya extensa. Se aleja aquí de cortapisas de género, de recursos hollywoodienses (inevitables tal vez en aquella obra al ser su primer film netamente americano, y por esa misma razón verse obligado a transigir, en mayor o en menor medida, con las inevitables injerencias de los productores estadounidenses. Aunque parece ser que Refn aplicó todo lo que pudo el consejo de su amigo Jodorowsky –a quien está dedicada esta película, como podemos ver justo al final precediendo a los títulos de crédito- y que consistía en algo que el psicomago aprendió de sus experiencias como director contratado: “decir a todo que sí para luego hacer lo que te dé la gana”.). Recursos que convertían a aquella película en algo más “vendible”, más redondo, aunque no más perfecto, porque “Drive” tampoco era tan grande como algunos pregonaban entusiasmados.

No ha sido su último film ni mucho menos tan bien acogido como el anterior, a pesar de la expectación con que se esperaba, o quizá debido a ella, lo que en el mercado cinematográfico suele resultar ser a menudo un arma de doble filo; siempre existirá un sector del público que no está dispuesto a ser traicionado por su “ídolo”, que no perdona veleidades ni experimentos y espera vorazmente más de lo mismo. Y luego está ese otro sector, puede que el más prematuramente beligerante y, a su manera, nocivo, abonado al “hype” que, apenas desenvuelve su último juguete, ya está mirando de soslayo al siguiente. Es innegable que Refn ha sido atrevido y no se ha dejado llevar sin más por la cresta de la ola.  En “Drive” el director adaptaba una novela neo-noir de James Sallis,  y aquí trata con un guión original que brotó de la imaginación del propio Nicholas Winding Refn en un momento en el que parece que quiso plasmar la “rabia y violencia” que sentía. En lo artístico la rabia suele ser muy fértil, pero también puede fácilmente desorientar al creador. En cualquier caso no estamos ante una obra desdeñable. Refn es un director que, al menos, busca sin conformarse, y en la búsqueda siempre se encuentra el rastro de algo. Y a veces ese rastro ya es algo.

José Antonio Montero 




1 comentario:

  1. Excelente texto, José Antonio. No he visto la película y no sé si puedo estar de acuerdo contigo, pero me gusta mucho cómo cuentas la película, cómo tienes en cuenta las diversas posibilidades de recepción de este nuevo trabajo tras "Drive", etc... Has entendido muy bien el problema "Refn" y has decidido apostar por él. Es una crítica larga, pero no tengo que recomendarte capacidad de síntesis, porque no eres redundante en ningún momento. Enhorabuena!

    un abrazo,

    Jordi Costa

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